DESDE LA PALABRA (07/09/2014) - DOMINGO XXIII: "LA DEUDA DEL AMOR"


No creo que podamos encontrar una expresión que despierte tanta simpatía universal en toda la Sagrada Escritura como la que hoy nos recuerda la segunda lectura: “A nadie le debáis nada más que amor; porque el que ama tiene cumplido el resto de la ley”. Amar es cumplir la ley entera. Es el resumen de la Ley y los profetas. En esto todos estamos de acuerdo. Pero ¿en qué consiste el amor en concreto? ¿Qué es amar al prójimo? En la respuesta a estas preguntas la respuesta es menos universal.

Hay dos maneras de comprometerse con el amor al prójimo: la tolerancia permisivista y la solidaridad comprometida. Y la Liturgia de la Palabra de este domingo nos pone en el brete de hacer opción clara. Desde una súplica confiada y comunitaria: “Señor, muéstranos el camino del amor. Enséñanos a amar como Tú amas”.

La primera opción, la tolerancia permisivista, es la actitud de quienes consideran que amar es decir siempre sí. Un amor que convalida cualquier decisión de la libertad humana con una palmada en la espalda y un “no pasa nada”. Un amor que convierte el respeto en indiferencia. “Yo no lo haría, pero si tu lo haces, pues bien”. Este criterio de tolerancia está bastante de moda y es, no cabe duda, bastante aceptado en la cultura dominante. Cada cual es libre y puede hacer lo que decida y, si lo decide, amparado en la libertad intocable, pues está bien. Tolerancia permisivista.

La otra modalidad es mucho más compleja. La solidaridad comprometida. Hay cosas que están bien y hay cosas que están mal; a veces no descubrimos el bien con facilidad entremezclada como está la realidad social por intereses individualistas. Cuando alguien nos ayuda a descubrir el bien, cuando alguien nos corrige, nos alerta, nos reprende…, no nos ataca, nos ayuda. Ese acto de solidaridad es un compromiso de responsabilidad que traspasa, como le escuchamos hoy al profeta, los límites de la historia y alcanza el corazón de Dios. Corregir al hermano cuando hierra, alertar del mal al prójimo es una extraordinaria forma de amarle. Porque lo importante no es el acto de mero respeto a la libertad; lo importante es salvar al hermano. Todos estamos muy agradecidos de aquellos momentos en los que nuestros padres, nuestros maestros, nuestros amigos, nos han corregido fraternalmente. Ha sido un acto de amor que ha salvado nuestra vida. Es una forma de solidaridad comprometida.

Otro paso importante en el camino de la vida cristiana, y que está en línea con la expresión de Jesús “a nadie le debáis más que amor”, es reconocer al otro como hermano. El otro, el distinto, el que está a mi lado, el que trabaja conmigo, el que compite en los negocios, el otro, la otra, es mi hermano. Es cierto que no somos amigos de todos, porque los amigos son una conquista de la confianza y una elección de nuestra libertad; pero los hermanos los recibimos, no los elegimos, son un don. No elegimos a nuestros vecinos, no elegimos a nuestros prójimos. Pero un cristiano mira alrededor y contempla la obra del Padre del Cielo. Y descubre, con el corazón del Padre en su corazón, que los otros son sus hermanos. Los amigos son hermanos. Los adversarios son hermanos. Y eso cambia todo con el arma del amor. La fraternidad universal comienza por la comunidad de mis vecinos o los vecinos de mi calle. La paz del mundo se construye en la fraternidad de las distancias cortas. Quien ama al prójimo, buscará su bien, le ayudará, le corregirá, se expondrá para ayudarle a descubrir el bien. Será solidario y comprometido.

A veces es un acto de comodidad insolidaria el ver cómo los hermanos se despeñan colina debajo de las malas decisiones y callamos por no exponernos a ser rechazados. Dirán de nosotros que somos tolerantes, que respetamos las decisiones ajenas, que somos super-demócratas…, pero en el fondo, somos insolidarios con la salvación del hermano. “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano”.

Santa María de la fraternidad. Ruega por nosotros.

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