EL ECLIPSE DE DIOS


“Oscurecimiento de la luz del cielo, eclipse de Dios, eso es de hecho lo característico de la hora del mundo en que vivimos”. Esas palabras no están tomadas de un discurso católico. Se deben a Martín Buber, filósofo alemán de origen judío, bien conocido por su pensamiento personalista.

Con todo, la idea del “eclipse de Dios” fue retomada hace un año por el papa Benedicto XVI, en el marco de la Jornada Mundial de la Juventud. En este momento son muchos los que dicen no poder descubrir a Dios. El eclipse de Dios no significa la muerte de Dios, sino la dificultad para percibir su presencia en el mundo y en nuestro propio interior.

“Creo en el sol, aunque sea de noche”. Esa frase ha sido escrita, entre otros “graffiti”, en un muro del Trastevere romano. Quien la escribió repetía, tal vez sin conocerlo, el pensamiento de San Teófilo de Antioquia: “Porque los ciegos no vean no podemos decir que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a ellos mismos y a sus propios ojos. También tú tienes nublados los ojos del alma a causa de tus pecados y malas acciones”.

Pero no se puede culpar a nadie sin conocerlo. Seguramente, a las antiguas palabras de aquel Padre de la Iglesia habría que añadir que no toda la culpa es estrictamente personal. A muchos hombres y mujeres se les han nublado los ojos del alma a causa de los pecados de otros, de las indiferencias de muchos.

A eso hay que unir el cansancio de una inmensa multitud de creyentes no practicantes. El cansancio, la rutina y la irresponsabilidad. El psicólogo norteamericano Karl Menninger escribió hace años un libro cuyo título podría traducirse así: “¿Qué ha venido a pasar con el pecado?” Según él, el pecado de hoy es la irresponsabilidad colectiva.

En otros tiempos, cuando una persona hacia el mal, toda su familia –o su tribu- se sentía responsable. En el momento actual, el mal se produce a todas horas y en todas partes. Eso es innegable. Pero nadie se siente responsable. No es extraño que la irresponsabilidad colectiva produzca necesariamente la fatalidad y la agresividad.

La fatalidad nos lleva a pensar que Dios es el causante de esos males que nosotros propiciamos. Y la agresividad nos hace imaginar que la única salvación viene de la fuerza. Ante la razón –o sinrazón- del más fuerte, son muchos los que se sienten abandonados por un Dios, obligado a jugar el papel de malo. El eclipse de Dios responde a la blasfemia global.

Los católicos hemos sido convocados a una nueva evangelización. Hemos de anunciar el misterio de Dios y la misión de Jesucristo. Eso es cierto. Pero la evangelización presupone la reflexión sobre el ser humano, su vocación y su destino.

El eclipse de Dios no puede hundirnos en el fatalismo. Ha de estimular una reflexión sobre nuestra responsabilidad en el mal. Y ha de ayudarnos a recuperar la conciencia de nuestra tarea con vistas al bien y a la humanización de esta sociedad.

José-Román Flecha Andrés

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