JUGANDO A MATAR


Sucedió este pasado mes de julio en un cine de Denver, Colorado. Durante el estreno de una nueva película sobre Batman, un individuo lanzó un gas en la sala y a continuación disparó a mansalva sobre los espectadores.

Este asesinato deja en el ambiente un puñado de preguntas para las que es difícil encontrar una respuesta convincente.

¿Por qué una persona encuentra satisfacción en el acto insensato de privar de la vida a personas inocentes a las que presuntamente no conoce?

¿Qué es lo que convierte a un estudiante relativamente normal en un asesino al parecer privado de sentimientos de compasión?

¿A que se debe esa agresividad que, llegado el momento, decide sembrar la muerte sin razón y sin recompensa?

¿Cómo es posible que una persona cargada con un arsenal tan mortífero pueda entrar sin controles en un local público?

¿A qué se debe que una sociedad, en la que de tanto en tanto se repiten hechos como éste, sea tan permisiva respecto al uso de las armas?

¿Si se niega el permiso de manejar un vehículo a quien padece de algunas deficiencias, por qué no se establecen unos criterios semejantes para el uso de las armas?

¿Cómo se puede justificar la fácil venta de las armas apoyándose, como se ha hecho, en la afición a practicar deportes como la caza?

Estas preguntas y otras muchas nacen de nuestro estupor a la vista de una sociedad en la que la vida es tan despreciada. A pesar de nuestros discursos sobre el valor de la vida humana, vivimos en una cultura de la muerte.

Para convencernos basta ver los cientos de miles de muertes violentas que pasan cada año por la pantalla de televisión. La educación para la muerte es constante, insistente e insidiosa.

Los niños se sienten absorbidos por esas pequeñas pantallas en las que encuentran mil juegos que exaltan su autoestima. Muchos de ellos conceden puntos al jugador en la medida que logra ir matando a los malvados que le salen al paso. Triunfa quien es más rápido para matar.

Se dirá que con ello no se ha hecho más que modernizar el antiguo esquema de los “libros de caballerías. O tecnificar los cuentos infantiles, en los que los “buenos” eliminaban a los “malos”. Pero el problema añadido es que hoy resulta más difícil la distinción entre la realidad virtual y la realidad real.

Sin duda, el niño necesita historias que le ayuden a fomentar su autoestima. Pero eso podría lograrse también con juegos que requieran la destreza del deportista o el salto de las vallas por parte del corredor o del jinete.

El alto puntaje podría ser asignado al guardacostas que logra salvar más náufragos. Al bombero que apaga más fuegos. O al voluntario de una organización que logra acercar más alimentos a los pueblos asediados por el hambre.

Es hora de que la imaginación de productores y consumidores de juegos deje de entrenar para la muerte y el asesinato y se ponga de una vez al servicio de la vida. Es hora de cambiar el estilo de los viejos cuentos.

José Román Flecha Andrés

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