Queridos amigos:
En aquel pasillo, tan
olvidado como colgado de la pared, estaba un viejo cartel gastado por la luz de
la ventana, con una imagen de San Francisco de Asís, paloma en mano, con el
lema franciscano que dice así: “Que
donde haya odio, ponga yo amor; donde haya ofensa, perdón”. Ponen donde no hay, más que quejarse de que
no haya. ¡Qué hermosa lección! Si no hay, y me molesta que falte, pues he de
poner. De alguna forma es el principio de la solidaridad.
Andaba yo con estas
reflexiones, cuando me asaltó, como un ladrón en la noche, una pregunta que, al
menos entonces, me resultó muy
importante: ¿Qué falta? ¿Qué me molesta que falte? Hoy y aquí, presente marcado
por la crisis, el paro, la cercanía de muchos del umbral de la pobreza, la
desilusión y la falta de fuelle vital, hoy, ¿qué falta?
No sé si falta, porque haberlo
hay; pero sí que creo que es preciso aumentar su presencia. Me refiero al entusiasmo. El
sustantivo entusiasmo procede del griego enthousiasmós, que viene a significar etimológicamente
algo así como “rapto divino” o “posesión divina”. Tal vez una expresión muy
vinculada a aquella parresía del libro de los Hechos en la que habitaban
los primeros discípulos.
El entusiasmo por Dios es el
origen de la alegría cristiana. Nada grande, nada valiente ocurre sin
entusiasmo. Lo que pide la hora presente a los discípulos de Jesús es una
pastoral con entusiasmo, una pastoral del entusiasmo. Sin entusiasmo, la
Iglesia no puede vivir ni crecer. Es, en palabras de San Ambrosio de Milán, la sobria embriaguez que pone la historia en pie.
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