«LUIS ÁLVAREZ CRUZ: LA PALABRA HECHA PLAZA»


En la plaza de Santo Domingo, justo frente al edificio del edificio de Correos de La Laguna, se alza discreto el busto de Luis Álvarez Cruz, poeta y periodista lagunero que hizo de la palabra un instrumento de armonía entre el espíritu y la vida. Allí, donde lo antiguo y lo nuevo se encuentran -entre la severa fachada de la iglesia y el moderno inmueble postal- su figura de bronce parece tender un puente invisible entre la memoria y el presente. No hay en ella rigidez ni monumentalidad; hay presencia y serenidad, como si aún aguardara, en silencio, el paso atento de quien sabe detenerse a pensar.

Viejas son la iglesia de Santo Domingo y el Exconvento que lleva su nombre. En sus muros se guarda la historia de una fe paciente, la huella de una espiritualidad que dio forma al alma de la ciudad. Pero frente a ellos, el nuevo edificio de Correos representa el ritmo cambiante del mundo contemporáneo: la comunicación inmediata, el tránsito, la urgencia. Entre ambos espacios -el recogimiento antiguo y la actividad moderna- el busto de Luis Álvarez Cruz ocupa su lugar natural: el punto de equilibrio entre la contemplación y la palabra, entre el silencio interior y el mensaje compartido. 

Don Luis escribió poco, pero lo esencial. Su poesía y su prosa destilan una búsqueda de belleza que no huye del mundo, sino que lo ilumina. No se refugió en la torre del ensueño, sino que miró de frente la realidad de su tiempo con la claridad del espíritu y la firmeza de la conciencia. Su obra no es grito, sino respiración; no proclama, sino testimonio. En cada verso late la certeza de que la palabra solo vale cuando sirve para hacer más humana la vida. Su estilo, sobrio y limpio, parece provenir de esa escuela silenciosa que enseña la ciudad antigua: claridad en el pensamiento, equilibrio en la emoción, hondura en lo sencillo. Por eso, su literatura no envejece; continúa ofreciendo un modelo de convivencia entre razón y fe, entre cultura y espiritualidad. En un mundo de extremos, Luis Álvarez representa esa armonía interior que no divide la inteligencia del alma, sino que las funde en una misma mirada. 

Quizá por eso su busto no impone, sino que acompaña. El transeúnte que cruza la plaza percibe en su presencia la serenidad de quien supo estar en el mundo sin dejar de ser él mismo. La escultura no conmemora un pasado, sino que celebra una actitud: la del hombre que busca comprender y servir. Así como el poeta enviaba sus palabras a la conciencia de los lectores, hoy su imagen parece seguir enviando -desde su rincón frente al correo- cartas invisibles a la ciudad, recordándole que el mensaje más urgente sigue siendo el del alma. 

La síntesis que encarnó Luis Álvarez Cruz -entre espiritualidad y compromiso, entre belleza y justicia- es la que toda sociedad necesita para no fragmentarse. El compromiso social sano no nace de la confrontación, sino de la plenitud interior; no surge del ruido, sino del silencio fecundo de quien ha sabido integrar la fe con la razón, la esperanza con la acción. En ese sentido, su legado no pertenece solo a la historia literaria, sino al corazón moral de La Laguna. 

Al caer la tarde, cuando la luz se posa sobre los muros del convento y el reflejo del edificio moderno se tiñe de oro, el busto de Luis Álvarez Cruz parece mirar hacia ambos tiempos: el del espíritu que se hace tradición y el de la palabra que busca siempre un nuevo destino. Tal vez esa sea su lección más bella: que la belleza literaria, cuando nace de un alma reconciliada, puede hacer de la vida social una forma de espiritual.

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