«EL ELA APAGÓ EL CUERPO, PERO NO LA LLAMA INTERIOR DE DON BERNARDO ÁLVAREZ»


La noticia de la muerte de don Bernardo Álvarez Afonso, obispo emérito de Tenerife, ha resonado en las islas con un peso hondo, casi insular, como esas olas que golpean la costa con la firmeza de lo inevitable. Su partida, a los 76 años y bajo el signo doloroso de la ELA, nos deja el silencio solemne que acompaña siempre a los pastores que han entregado la vida sin reserva. Nacido en Breña Alta, en la isla de La Palma, llevó siempre consigo ese temperamento recio de la tierra volcánica: firme, sobrio, capaz de sostener la mirada aun en medio de los temporales. 

Su carácter fuerte y decidido fue, en muchos momentos, un rasgo que lo definió. No era hombre de titubeos ni de medias palabras; prefería la claridad incluso cuando esta costaba incomprensiones. Quienes trabajaron cerca de él reconocen ese temple que combinaba convicción y responsabilidad, como quien sabe que el ministerio episcopal no es lugar para la ambigüedad. Su presencia imponía respeto, pero era un respeto sereno, surgido de la coherencia interior de quien se ha medido muchas veces a sí mismo antes de pedir nada a los demás. 

A lo largo de sus diecinueve años como obispo de Tenerife, dejó una huella pastoral marcada por el empeño constante en fortalecer la vida de la Iglesia diocesana: la formación, la caridad organizada, la presencia social, la defensa de la vida, la promoción vocacional, la atención limpia y directa a cada parroquia y cada presbítero. Su celo apostólico no fue un gesto ruidoso, sino un quehacer continuo, a veces discreto, siempre fiel. No rehuía el conflicto cuando la verdad lo exigía, pero tampoco se alejaba del gesto de cercanía que hace de un obispo auténtico pastor. 

La enfermedad llegó como un visitante inesperado, cruel, progresivo. La ELA, que ya había golpeado a dos de sus hermanos, lo acompañó en los últimos tramos de su vida con la crudeza de lo irreversible. Y, sin embargo, también ahí se manifestó el temple de un pastor que acepta el sufrimiento sin dramatismos, confiando en Aquel para quien había vivido. La fragilidad del cuerpo no apagó la firmeza del espíritu, ni anuló la paz con la que fue entregando, día tras día, lo poco que la enfermedad le dejaba conservar. 

Para muchos fieles y sacerdotes, la imagen final que guardarán de él será la de un hombre que no claudicó en su entrega, incluso cuando la debilidad lo redujo a lo esencial. Su forma de vivir la enfermedad se convirtió en una última enseñanza episcopal: que la misión no se mide por la fuerza, sino por la fidelidad; que el sufrimiento no oscurece la gracia, sino que puede transparentarla; que un pastor continúa pastoreando incluso desde la cama, si su oración sostiene a su pueblo. 

En el recuerdo de la diócesis quedará también su modo de arraigar en la realidad canaria, con ese cariño particular por su isla natal. La Palma estaba siempre en su palabra y en su oración, no como un sentimentalismo, sino como expresión de gratitud. Allí aprendió la fe, la constancia y la sobriedad; allí se forjó un estilo que luego marcaría su ministerio. Su vida fue, en cierto modo, un puente entre la dureza del terreno y la suavidad de la fe vivida en lo cotidiano. 

Hoy, al despedirlo, reconocemos que ha partido un hombre sin dobleces, un servidor de la Iglesia que vivió con intensidad el peso y el honor del episcopado. Su muerte nos invita a la oración agradecida y a la memoria reconciliada. Y también a la esperanza: la esperanza de que quien sembró con generosidad y trabajó con perseverancia encuentre ahora el descanso preparado para los siervos fieles. Que el Buen Pastor lo reciba en su Reino, donde la voz se recupera para cantar eternamente la misericordia de Dios.

Comentarios

  1. Fue mi profesor de eclesiología y guardo muy buen recuerdo de su persona y su forma de enseñar.
    Descanse en paz.

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