«LA LAGUNA: LA NIEBLA Y LA CLARIDAD»


Esperemos que el cambio climático no nos cambie La Laguna. Porque La Laguna es especial: Hay días en que se cubre de niebla, y parece que la ciudad entera se repliega sobre sí misma. Las torres desaparecen, las calles se hacen más cortas, los pasos más lentos. Todo queda envuelto en un velo húmedo que obliga a mirar de cerca, a reconocer las cosas no por su contorno, sino por su presencia. La niebla, en esta tierra, no es solo un fenómeno atmosférico: es casi una forma de sabiduría. Nos recuerda que no siempre es posible verlo todo, que la vida también tiene momentos en los que lo esencial se oculta y solo queda la paciencia del que espera. 

En medio de la niebla aprendemos a escuchar. Cuando la vista no alcanza, el oído se abre. Escuchamos el sonido de los pasos, el murmullo de la gente que pasa, el tañido de una campana lejana. Es como si la ciudad, envuelta en silencio, nos invitara a bajar el tono interior, a vivir más despacio. En la niebla uno se vuelve más consciente de su propio aliento, de su pequeñez y de su necesidad de luz. Hay en ella una pedagogía del alma: enseña a no dominarlo todo, a aceptar la espera, a confiar en que la claridad volverá. 

Y vuelve. Siempre vuelve. Basta que el sol atraviese las nubes para que La Laguna se llene de luz y de colores. Entonces comprendemos que la claridad no sería tan bella si no hubiera existido la niebla. Así también ocurre con la vida interior: las etapas de confusión, de duda o de cansancio no son un error, sino parte del proceso que conduce a la claridad del sentido. Nadie llega a ver con profundidad sin haber aprendido antes a mirar en la penumbra. La fe, la esperanza, el amor maduro… todos se fraguan en la niebla. 

Tal vez por eso La Laguna tiene una luz tan particular: una claridad que no hiere, sino que acaricia. Es una ciudad acostumbrada a convivir con la niebla y a celebrar la transparencia cuando llega. En ella, la alternancia entre lo nublado y lo diáfano nos enseña una lección sencilla y profunda: la vida no siempre se ve nítida, pero se sostiene cuando hay confianza. Quien acepta la niebla no se pierde en ella; la atraviesa sabiendo que detrás hay un sol que no se apaga. 

Hay una espiritualidad lagunera que nace precisamente de ese clima cambiante: una mezcla de recogimiento y apertura, de misterio y de claridad. Aquí uno aprende que la verdad no siempre se impone con estrépito, sino que se insinúa suavemente, como la luz que se filtra entre las nubes. Quizá por eso las calles laguneras conservan algo de contemplativo, como si invitaran a pensar, a dejar que el alma respire sin prisa. La niebla, en cierto modo, educa el espíritu. 

En estos tiempos de confusión y exceso de ruido, tal vez necesitamos recuperar esa sabiduría antigua: saber esperar la claridad sin desesperar, mirar la niebla sin miedo, comprender que también en ella habita la presencia de Dios. Porque solo quien ha aprendido a caminar entre brumas puede reconocer la belleza cuando el día se abre. La niebla y la claridad son, al fin, dos rostros del mismo misterio: el de una vida que se busca y se reencuentra, una y otra vez, bajo el cielo sereno de La Laguna.

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