Hay un grupo de WhatsApp en el que me dejan estar que se llama “Cammpaneros”. Su nombre sencillo esconde una tarea hermosa: dar vida a las campanas de la ciudad de La Laguna en las fiestas, mantener viva una tradición que forma parte de la identidad de esta ciudad. Ellos, con su entrega discreta, son los responsables de que todavía hoy la ciudad pueda latir al ritmo de esos bronces centenarios que respiran desde las torres.
En otros tiempos, las campanas eran la voz de la ciudad. Tocaban al alba para iniciar la jornada, al mediodía para marcar el descanso, y al atardecer como anuncio de la oración. Repicaban en las grandes solemnidades, doblaban por los difuntos y avisaban de incendios o catástrofes. No había acontecimiento importante que no se comunicara con el tañido metálico que unía a todos en un mismo compás.
Cada campana tiene un timbre propio, una voz reconocible. Los vecinos sabían distinguir las de la Catedral, las de La Concepción, las de Santo Domingo o las de San Agustín. Cada una aportaba su color a la sinfonía de la ciudad, y todas juntas eran como un coro invisible que, desde lo alto, recordaba que la vida era compartida.
Ese lenguaje sonoro era también pedagógico. No hacía falta saber leer para comprender el significado de un toque fúnebre o de un volteo festivo. La campana hablaba y el pueblo entendía. Por eso, cuando hoy los Cammpaneros hacen sonar las torres en las fiestas, no solo recrean un sonido antiguo: reactivan una memoria que pertenece a todos, aunque no siempre seamos conscientes de ello.
Es verdad que hoy tenemos relojes, móviles y notificaciones digitales que marcan las horas y los avisos. Pero nada sustituye al eco de una campana en el aire. Su vibración toca no solo el oído, sino también el corazón. Nos conecta con quienes nos precedieron y nos recuerda que somos parte de una historia que no comenzó con nosotros y que no termina en nosotros.
En las celebraciones más señaladas, el volteo de campanas sigue siendo imprescindible. Su tañido festivo completa lo que la música moderna no alcanza: solemniza, eleva, impregna de sentido lo que acontece en la plaza y en la ciudad. Los Cammpaneros hacen posible que esa tradición siga viva, que no se pierda entre el ruido de lo cotidiano y que cada fiesta conserve su alma.
Desde una mirada cristiana, las campanas no tocan para sí mismas: tocan para convocar. Son símbolo de llamada y de encuentro, de comunidad reunida para orar, celebrar o despedir. En ese sentido, los Cammpaneros no son solo guardianes de un patrimonio cultural, sino también servidores de un vínculo espiritual que atraviesa generaciones.
A ellos, que con paciencia y pasión suben las escaleras de las torres y hacen vibrar el aire con sus repiques, va este reconocimiento agradecido. Porque en cada toque nos devuelven una parte de nuestra historia común y nos recuerdan que La Laguna no es solo ciudad de piedras y calles, sino también de sonidos y memorias. Gracias a su labor, la ciudad sigue siendo, en verdad, la Laguna de las campanas.
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