«LA SOLEDAD QUE DUELE»


Recuerdo la primera reunión del equipo directivo de Cáritas diocesana de Tenerife con el Obispo. Le pedimos que nos compartiera sus preocupaciones sociales más urgentes. Habló de muchas cuestiones, pero una de ellas se grabó especialmente en nuestra memoria: la soledad no deseada. Desde aquel momento supimos que teníamos delante un desafío profundo, silencioso y a menudo invisible, que atraviesa generaciones y que necesita una respuesta humana y comunitaria. 

La soledad no deseada no es la del silencio elegido, ni la del retiro fecundo. Es la que se impone cuando faltan vínculos, cuando no hay compañía, cuando la vida se vuelve demasiado grande para cargarla a solas. Es una soledad que hiere porque no da espacio al crecimiento, sino que encoge el corazón y lo llena de vacío. 

En Canarias, la magnitud del problema tiene rostro y cifras. Según la Encuesta Continua de Hogares del INE, en 2024 vivían solas unas 203.000 personas en las islas. De ellas, casi 79.900 son mayores de 65 años, y la mayoría mujeres -más de 40.000-. Detrás de estos números hay vidas concretas que, a menudo, soportan en silencio la carga de una soledad no elegida.Pero no son solo ellos: cada vez más jóvenes confiesan sentirse solos en medio de un mundo hiperconectado digitalmente. Es la paradoja de nuestra época: rodeados de pantallas y mensajes, podemos sentirnos más aislados que nunca. 

La soledad no deseada no es un asunto menor. Afecta a la salud física y emocional, deteriora la calidad de vida, aumenta la depresión e incluso acorta la esperanza de vida. No es exagerado afirmar que la soledad mata, aunque lo haga en silencio, sin ocupar titulares, sin generar escándalo mediático. 

¿Cómo responder? Desde luego, hacen falta políticas públicas que fortalezcan redes de apoyo, que promuevan la convivencia intergeneracional y que acompañen a los más frágiles. Pero la verdadera respuesta es más honda: recuperar una cultura de la relación, de la vecindad, de la comunidad. Redescubrir que nadie puede vivir plenamente sin vínculos reales, cara a cara, cuerpo a cuerpo, alma con alma. 

La soledad no deseada interpela a las instituciones, pero también a cada uno de nosotros. Se combate con gestos sencillos: visitar a un mayor, escuchar con atención a un vecino, preguntar de verdad cómo está un compañero de trabajo. Son pequeñas acciones que devuelven dignidad y esperanza, y que recuerdan a quien sufre que no está condenado al abandono. 

El ser humano es, por naturaleza, un ser en relación. No se entiende fuera del encuentro. Cuando una sociedad permite que la soledad no deseada se extienda sin respuesta, lo que está en juego no es solo el bienestar de unos pocos, sino la calidad humana de todos. 

El Génesis, desde el inicio, nos lo recuerda con sencillez: “No es bueno que el ser humano esté solo”. Jesús mismo, en sus horas más difíciles, pidió la compañía a sus discípulos. Se durmieron. Sabemos que la fraternidad no es un lujo, sino una necesidad vital. Quizá esa sea la llamada de nuestro tiempo: ser prójimos unos de otros, para que nadie tenga que enfrentar la vida en la soledad que duele.

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