Un tren, una cámara, un instante congelado: el agresor abandona el vagón tras el apuñalamiento mortal. Los rostros de los pasajeros lo dicen todo: miedo, desconcierto, impotencia. Es la imagen de una sociedad herida por la violencia que irrumpe en lo cotidiano. Cuando los ojos ven, la conciencia despierta. La seguridad del viaje rutinario se quiebra, la confianza en el prójimo se resquebraja. Nos duele porque lo vemos, porque la crudeza del gesto ha quedado registrada y nos obliga a mirarnos en un espejo incómodo. Pero hay otras muertes que no quedan filmadas, silenciosas, invisibles, que no ocupan la portada de ningún periódico. Vidas que se apagan sin testigos, sin cámaras, sin la conmoción pública que provoca la imagen. Y sin embargo, también reclaman nuestra compasión y nuestra responsabilidad. Quizá la pregunta sea esta: ¿por qué solo nos conmueve lo que ven nuestros ojos? El mal tiene muchas formas: unas aparecen en pantallas, otras se esconden en la penumbra de la indiferencia. Todas hieren la dignidad humana, todas empobrecen nuestra sociedad. Cuando los ojos ven, es fácil estremecerse. Lo verdaderamente humano es abrir los ojos del corazón para reconocer también el dolor que no se muestra, la herida que no aparece, la vida frágil que merece ser defendida aun cuando nadie la vea. Solo entonces la mirada se convierte en compromiso y en esperanza.
Un tren, una cámara, un instante congelado: el agresor abandona el vagón tras el apuñalamiento mortal. Los rostros de los pasajeros lo dicen todo: miedo, desconcierto, impotencia. Es la imagen de una sociedad herida por la violencia que irrumpe en lo cotidiano. Cuando los ojos ven, la conciencia despierta. La seguridad del viaje rutinario se quiebra, la confianza en el prójimo se resquebraja. Nos duele porque lo vemos, porque la crudeza del gesto ha quedado registrada y nos obliga a mirarnos en un espejo incómodo. Pero hay otras muertes que no quedan filmadas, silenciosas, invisibles, que no ocupan la portada de ningún periódico. Vidas que se apagan sin testigos, sin cámaras, sin la conmoción pública que provoca la imagen. Y sin embargo, también reclaman nuestra compasión y nuestra responsabilidad. Quizá la pregunta sea esta: ¿por qué solo nos conmueve lo que ven nuestros ojos? El mal tiene muchas formas: unas aparecen en pantallas, otras se esconden en la penumbra de la indiferencia. Todas hieren la dignidad humana, todas empobrecen nuestra sociedad. Cuando los ojos ven, es fácil estremecerse. Lo verdaderamente humano es abrir los ojos del corazón para reconocer también el dolor que no se muestra, la herida que no aparece, la vida frágil que merece ser defendida aun cuando nadie la vea. Solo entonces la mirada se convierte en compromiso y en esperanza.
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