«CUANDO EL VALLE OLÍA A MOSTO»


Septiembre trae a las islas un aroma antiguo, mezcla de tierra húmeda, sol templado y uva recién cortada. Es el tiempo de las vendimias, cuando los lagares se llenaban de vida y el mosto corría generoso como promesa de vino. También La Laguna conoció ese aire de cosecha. Su valle, fértil y abierto, fue durante siglos tierra de viñedos que dieron riqueza, cultura y símbolos a la ciudad de Aguere. 

En los albores de la colonización, las tierras que rodeaban la nueva ciudad se cubrieron de cepas, sobre todo de malvasía, un vino que alcanzó fama internacional. Desde Garachico y, más tarde, desde Santa Cruz, los toneles partían hacia Inglaterra, Flandes y América, llevando consigo no solo un producto, sino la imagen de una isla que se hacía presente en las mesas más refinadas de Europa. La Laguna, entonces capital, articulaba ese comercio y se impregnaba del prestigio que traían sus caldos. 

No hay que olvidar que los límites de la jurisdicción lagunera de aquellos siglos incluían lo que hoy son municipios como Tacoronte y Tegueste. Ambos, con personalidad propia desde el siglo XIX, han mantenido la tradición vinícola de manera ejemplar. Tacoronte da nombre a la primera Denominación de Origen de Canarias, Tacoronte-Acentejo, y Tegueste conserva en su paisaje rural la memoria viva de los lagares y las cepas. La Laguna, aunque hoy ciudad universitaria y administrativa, conserva todavía en su identidad cultural ese recuerdo de haber sido ciudad de vendimias. 

La huella del vino quedó también grabada en el arte. En los retablos barrocos aparecen racimos de uva como símbolo eucarístico, en los cálices de plata se dibujan las vides, y en las casas solariegas aún se conservan sótanos y patios donde se prensaba la uva. El vino no solo alimentaba la economía, sino que inspiraba ornamentos, canciones populares y hasta crónicas literarias que exaltaban la calidad de los caldos laguneros. 

Con el tiempo, el comercio decayó. Otros vinos, más cercanos a los mercados europeos, ganaron terreno, y la crisis de los siglos XVIII y XIX redujo la importancia de la malvasía. Sin embargo, nunca desapareció del todo la cultura del vino en el valle. Aún hoy, al pasear por los alrededores de La Laguna, se descubren rincones donde la vid se aferra a la tierra como testigo silencioso de lo que fue un tiempo de esplendor. 

La vendimia no es solo un acto agrícola: es un rito comunitario. Reunía a familias enteras, celebraba la abundancia de la tierra y reforzaba la identidad de un pueblo. En La Laguna, ese espíritu quedó asociado al calendario de septiembre, cuando la ciudad respiraba el olor del mosto y la vida parecía renovarse con el nuevo vino. 

Hoy, cuando Tacoronte y Tegueste siguen cultivando cepas que miran al Atlántico, La Laguna guarda en sus calles, en sus conventos y en su memoria colectiva las huellas de aquel tiempo. Sus muros y retablos, sus patios y lagares silenciosos, siguen recordando que hubo un día en que el valle entero olía a mosto. 

En la memoria cristiana, la vid es más que un cultivo: es imagen del Evangelio. “Yo soy la vid verdadera, y vosotros los sarmientos”, dice Jesús en el evangelio de san Juan. No es casual que en esta tierra de cepas y vendimias ese símbolo adquiera un eco especial. Así como la vid necesita del cuidado paciente del viñador, también la comunidad humana requiere atención, ternura y trabajo conjunto para dar fruto. El vino, que aquí fue riqueza y cultura, sigue siendo signo de alianza, de fiesta compartida y de vida nueva. 

En este mes de vendimias, tal vez convenga detenerse un instante y escuchar lo que susurra esa memoria. Porque la historia del vino en La Laguna no es solo pasado; es identidad, es cultura y es símbolo de un pueblo que supo transformar la tierra en vida compartida. Y ese legado, como el buen vino, merece ser degustado con respeto y gratitud.

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