El desastre ha sido tal que asustan las imágenes de las consecuencias de la riada de Valencia por la Dana de la pasada semana. Una terrible catástrofe que no solo ha afectados a numerosos bienes materiales, sino que ha tocado a un número significativos de vidas humanas. Está bien que llueva, pero de esta manera no es la forma más adecuada. Nos lo han explicado con detalle, mostrándonos cómo el frio polar de la corriente Atlántica toma contacto con los efectos de la evaporación del Mediterráneo y su temperatura de principios del otoño; pero no nos resulta suficiente esta explicación meteorológica. Por mucha explicación que recibamos nos resulta duro descubrirle un sentido a lo acontecido. La realidad, por mucho que se describa en sus causas y efectos, duele. Y ese dolor apela a explicaciones que no nos da la ciencia ni su encadenado cambio climático. Se trata del dolor por un padre, unos hijos, el abuelo o los amigos. Es duro este dolor ajeno del que nos hacemos cargo con la empatía mínima que podamos despertar en nosotros.
Que algo duela, física o moralmente, es un aviso de la naturaleza que nos está gritando que algo funciona de manera inadecuada. Las enfermedades silenciosas no duelen y, cuando nos damos cuenta de ella, es ya tarde para buscarle solución. El dolor contiene un elemento beneficioso. Es bueno, en este sentido, que duelan los desastres. Nos llama a buscar alguna solución. De hecho, llorar viendo una película es consecuencia de esa extraordinaria capacidad humana de sentir con los otros. Abrigarnos por el frío ajeno y despertar la solidaridad de forma mimética. Esto es real; ocurre realmente.
Todos somos Valencia no es una frase bonita, sino la consecuencia de una empatía social que nos sitúa en algo que es verdadero. Hay una comunión social que es capaz de hacerse cargo del dolor del otro. No es sensiblería, razón epidérmica y empatía ciega. Es el eco de nuestra dimensión social e histórica que nos hace ser verdaderos individuos sanos. Quedarnos en esa experiencia es lo pobre humanamente hablando. Pero el compromiso nace de una razón que descubrió el latido cordial de la solidaridad.
Perder esta sensibilidad es peligroso, como lo es enfermarnos y no sentir la clínica de la enfermedad. No estaremos nosotros calientes mientras alguien pase frío y vea como se destruyen las ilusiones arrastradas por el verdadero fango de la sociedad. Un fango que duele de verdad.
La importancia que tienen, en este sentido, los medios de comunicación y de información es fundamental. Ellos son los que ponen delante de nuestra mirada la realidad. El resto ocurre en nuestro interior. Pero ellos muestran, con esa sabiduría técnica con la que se muestra la verdad, aquello que ocurre. Mostrar la verdad desnuda y desinteresada es su gran servicio. Por ello debemos bendecir la tarjeta internacional de corresponsable de guerra o de emergencia.
Hace unos días me decía alguien que había sido testigo de cómo una cuidadora, fuera de su horario laboral, había enviado varios mensajes de voz al móvil a una señora mayor que se iba a quedar sola toda una tarde de fin de semana. Grabar varios mensajes porque, mientras iba en guagua hacia el sur, sentía el dolor ajeno de la soledad de una persona. Eso que no cuesta nada puede ser el salvavidas para que cobre sentido la tarde de un domingo.
El valor de lo pequeño. De los detalles. Del fango doloroso de Valencia.
Comentarios
Publicar un comentario