Andando la calle San Agustín, en La Laguna, me suelo encontrar con una persona que se dedica a la seguridad, chapa blanca al pecho, a quien saludo siempre tras el suyo. Hace poco, el típico saludo de “Buenos días, ¿qué tal?”, se encontró con su respuesta fuera de lo esperable: “Bien, intentando una vida tranquila y sencilla”. Continué andando la calle, pero pensando ahora en qué consiste una vida sencilla y frente a qué complicaciones se apela a una sencillez vital.
Las complicaciones, ordinariamente, nos vienen dadas, pero sin duda también son fruto de una opción personal. Las que vienen, habrá que manejarlas lo mejor posible. Las que dependen de nosotros son las que debemos simplificar y lograr que sean cada vez más sencillas. Nos complicamos la vida por pretender alcanzar lo inalcanzable y luchar contra nosotros mismos y nuestros límites. Y esas complicaciones traen consigo muchas frustraciones. Una vida sencilla nos ofrece superar ese tipo de experiencias negativas, estresantes y dadoras de ansiedad.
La conciencia de lo posible, de lo real, de lo adecuado, viene en ayuda de la sencillez con la que asumir la vida. El sano realismo nos concede equilibrar las opciones entre un optimismo cegado por la ilusión y el pesimismo ahogado por la desesperanza. Una vida sencilla es aquella que apela permanentemente a lo real, a la realidad personal del que vive, y a las posibilidades reales que tenemos. Salirnos de ese marco nos complica y, por tanto, también nos frustra.
No es verdad la frase revolucionaria que apela a un realismo utópico: “Sé realista, pide lo imposible”. Como eslogan propositivo, valdría, pero sabiendo que lo imposible lo es por ser realmente imposible. Y poco tiene que ver pedirlo con el sano realismo. Por eso, una vida sencilla debe revestirse de posibilidades reales. Más allá de ahí lo que recibimos es, sin duda, la oscuridad de la frustración.
Si buscamos un antónimo a sencillez nos podemos encontrar con el término dificultad. O sea, que además de complicación, la vida sencilla apela a una vida que evita las dificultades evitables. No las inevitables, que esas hay que afrontarlas con creatividad y fortaleza.
Más allá de toda esta reflexión teórica, tanto la primera interpretación que hice como la apelación personal que recibí fue la que convierte la sencillez en una vida austera sin pretensiones inadecuadas e inútiles. Algo así como reflexionar sobre el para qué quiero un super coche de última generación si a la mayoría de los sitios a los que suelo ir lo hago caminando; o para qué hipotecarnos por bienes de consumo que no necesitamos. A esa sencillez, que algunos denominan pobreza voluntaria o de espíritu, considero que es la apelación a la vida sencilla a la que fui evocado por un saludo de placa blanca.
Esa sencillez exige riqueza interior. Para evitar buscar la riqueza exterior hace falta enriquecernos por dentro y saber que ya la vida vivida es la gran riqueza. Suelo visitar a las monjas clarisas que, entre sus compromisos personales está la renuncia a la propiedad individual, viviendo con bolsa comun y usando con austeridad cuanto tienen necesidad de usar. Y recordé sus caras que no tienen nada de agobio, estrés ni frustración. Todo lo contrario: de paz y alegría.
Ojalá no solo lo piense y lo escriba, sino que realmente lleve siempre una vida sencilla en este sentido en el que, sin querer, un saludo me invitó.
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