Sábado 15 de febrero; 07:00 h de la mañana en San Cristóbal de La Laguna; Iglesia del Monasterio de Santa Catalina, Plaza del Adelantado, llena y comienza a formarse una cola de personas que quieren visitar el sarcófago en el que se custodia el cuerpo incorrupto de esta monja contemplativa del siglo XVIII. Como cada año: Sor María de Jesús, La Siervita.
Lo común ya no es noticia; pero esta visita anual con ocasión del aniversario de su muerte, vuelve a ser noticia. Algo tiene este lugar y esta mujer para que casi tres siglos más tarde sigan siendo actual su vida y su labor. Porque una monja dedica su vida a orar intercediendo por los demás. Lo hizo durante su vida y muchísimas personas acuden, papel en mano, a ofrecerle sus intenciones para que siga siendo monja en el Cielo. El olfato espiritual de la gente sencilla reconoce dónde están las cosas buenas que hacen bien. Y, como todos los años, la visita a La Siervita se repite. Siempre pidiéndole a Dios que su canonización llegue pronto.
Decirle Siervita es una forma cariñosa de apocar su condición de Sierva de Dios. No es por pequeñez, sino por cariño que la hacemos cercana a nuestro corazón y necesidad. La Siervita es una humilde sierva del Señor. Así ocurrió durante su vida y creemos que así ocurre en el presente nuestro. Está a nuestro servicio sirviéndonos a Dios en plato espiritual. Bastaría que nos cambiara el corazón y nos hiciera sentir que nuestra vida será más vida si la ponemos al servicio de los demás. Servir es un honor. Y quien no sirve, para nada sirve.
El servicio es una actitud humana fundamental porque responde a nuestra naturaleza relacional y solidaria. Desde tiempos remotos, las personas han encontrado en la ayuda mutua un pilar esencial para la convivencia y el desarrollo de sociedades más justas y armónicas. Servir a los demás no solo fortalece los lazos comunitarios, sino que también permite a cada individuo descubrir su propia humanidad en la entrega desinteresada. Esta disposición al servicio no se limita a grandes gestos, sino que se manifiesta en lo cotidiano: en la escucha atenta, en el apoyo sincero y en la voluntad de hacer el bien sin esperar recompensas materiales.
Además, el servicio es un camino hacia el gozo profundo, pues nos conecta con un sentido de propósito que trasciende lo meramente individual. Al dar sin condiciones, experimentamos una alegría que nace de la certeza de haber contribuido al bienestar de otros. Este tipo de felicidad es más duradera que la que proviene de logros personales o bienes materiales, porque brota de un sentido de trascendencia y plenitud. Servir nos enriquece espiritualmente, nos ayuda a salir de la indiferencia y nos hace partícipes de una dinámica de amor y generosidad que transforma tanto al que da como al que recibe.
“El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos” (Mc 10,44). En estas palabras de Jesús resuena el misterio del verdadero liderazgo, el arte sublime de hacerse pequeño para engrandecer al hermano. Servir no es solo un acto de generosidad, sino un modo de existir, un sendero donde el alma se inclina, como el Maestro que lavó los pies de sus discípulos, para tocar con humildad la esencia del otro. En el servicio fraterno se despojan las máscaras del egoísmo y se visten las manos con la ternura del que sabe que cada gesto de amor es semilla de eternidad. Es allí, en el don de sí mismo, donde el corazón encuentra su música más alta, el gozo sereno de quien descubre que la verdadera grandeza no está en ser servido, sino en amar hasta el extremo. Quien asume la vida como un servicio, en su profesión o en su familia, es capaz de hacer atravesar siglos la más pequeña acción. Por eso creo que es oportuno seguir llamando a Sor María de Jesús de León, La Siervita. La servidora pequeña de La Laguna que hizo grandes a sus hermanas y a las personas con las que tuvo contacto. Servir a Dios sirviendo a las personas con lo que somos y tenemos. Hacer útil nuestro existir en el servicio humilde.
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