Bajo la luz suave que se posa cada mañana sobre la fachada neoclásica de la Catedral, permanece en silencio el busto del obispo Domingo Pérez Cáceres. No domina el espacio: lo acompaña. Parece haber elegido ese rincón de La Laguna para seguir escuchando a su gente, como lo hizo en vida, con aquella mezcla de cercanía, humildad y firmeza serena que tantos aún recuerdan. La piedra clara con la que fue esculpido retiene algo de la sobriedad de su carácter, una presencia que no impone, pero sí invita: el retrato de un pastor que nunca dejó de ser, ante todo, un hombre del pueblo.
Porque Pérez Cáceres fue, antes que obispo, un tinerfeño hasta el tuétano. Nacido en Güímar, encarnó esa identidad isleña que combina la raíz y el horizonte: el arraigo a la tierra y la apertura a la esperanza. Su acento, su forma de estar con la gente, su disponibilidad para caminar las calles y sentarse en los bancos de cualquier plaza, hicieron de él un rostro familiar mucho antes de que la mitra se posara sobre su cabeza. Y quizá por eso su busto, plantado a pocos pasos de la Catedral, no aparece como un monumento solemne, sino como un vecino que permanece: un hijo de Tenerife, devuelto simbólicamente al lugar donde tantas veces compartió la vida de su diócesis.
En torno a él circulan historias sencillas que alimentaron la fama -bien merecida- de “obispo bueno”. No se trataba solo de gestos de caridad, aunque los hubo abundantes y discretos; era, sobre todo, la naturalidad con la que trataba al otro como alguien digno de afecto. Quienes le conocieron cuentan que nunca negó un saludo, que rara vez rechazaba una petición de ayuda y que vivía con una austeridad que hoy resulta casi sorprendente. La bondad, que no tiene estridencias, se reconoce precisamente en eso: en lo que no pretende llamar la atención y, sin embargo, ilumina.
Pero si hay un lugar donde su huella permanece de forma singular, ese es la Basílica de Nuestra Señora de Candelaria, cuya construcción promovió con decisión y cariño. Entendió aquel templo como algo más que un edificio: como un hogar espiritual para todo el pueblo canario, una casa abierta al mar y a la devoción más entrañable. Que hoy sus restos descansen allí, junto a la Patrona de Canarias, no es un dato biográfico sin más, sino una imagen profundamente simbólica: el pastor vuelve al santuario que soñó vivo; el obispo bueno reposa junto al pueblo al que sirvió; el hijo de Tenerife encuentra su última morada en la tierra que tanto amó.
Cuando uno se detiene frente a su busto en La Laguna y observa su mirada en piedra, descubre un equilibrio entre nostalgia y promesa. La ciudad, con acierto, quiso perpetuar esa memoria frente a la Catedral, como quien coloca una luz tenue pero constante en medio del tránsito diario. Y así, mientras los vecinos entran y salen, los estudiantes cruzan la plaza, los turistas fotografían la fachada y los ciclistas se abren paso entre conversaciones, el obispo continúa allí, silencioso, atento, presente.
En ese silencio se encierra algo más que recuerdo: una invitación. Tal vez a mirar a la ciudad con la misma ternura con la que él la miró; tal vez a creer que la cercanía transforma más que cualquier discurso; tal vez a comprender que la verdadera grandeza no nace de la autoridad, sino del servicio. Por eso, ante su busto, uno no siente la distancia de la estatua, sino la gratitud hacia alguien que sigue acompañando a La Laguna desde una discreta altura de piedra. Porque algunos personajes, cuando se convierten en memoria, no se alejan: permanecen, sosteniendo en silencio la historia compartida.

Así fue.Yo estuve en la catedral ,con las dominicas.Ahí fue la Capilla Ardiente.No recuerdo sino su cara ,yo era muy pequeña.
ResponderEliminarLe conocí indirectamente a través de unos familiares en la época que solía atender a sencillos feligreses que se acercaban para hacerle alguna petición. En este caso, relacionado con un pariente que había sido destinado a África. No sólo atendió aquella petición, sino que además les dio dinero para que pudiesen regresar a su casa en la guagua, ya que habían venido caminando.
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