Después de la tormenta, la belleza no irrumpe: se revela. Como si siempre hubiera estado ahí, aguardando a que el ruido cesara. El aire se vuelve más nítido, la luz más justa, y las formas recuperan su contorno verdadero. La calma no es olvido del dolor, sino su decantación. Algo en el paisaje —una cima limpia, un cielo lavado— nos enseña que el desorden no tiene la última palabra y que la herida, al cerrarse, afina la mirada.
Ser agradecido es aprender a ver ese después sin cinismo ni prisa. No es negar la tormenta, sino reconocer que no fue estéril. La gratitud nace cuando comprendemos que hemos sido sostenidos aun sin entender cómo, que hubo una mano discreta en medio del viento, una fidelidad silenciosa cuando todo parecía moverse. Agradecer es aceptar que la claridad no se fabrica: se recibe.
Y entonces el corazón se aquieta como la tierra tras la lluvia. No exige explicaciones, no reclama compensaciones. Se limita a habitar la serenidad que queda, humilde y luminosa. La belleza posterior no humilla al sufrimiento; lo transfigura. Por eso damos gracias: porque, sin mérito propio, nos ha sido concedido el don de permanecer y de contemplar.

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