«LA MISA DEL GALLO»


Hay nombres que guardan más verdad de la que aparentan. Misa del gallo es uno de ellos.

Popular, casi ingenuo, pero cargado de una memoria que atraviesa siglos. No es una ocurrencia pintoresca ni un simple guiño folclórico: es una manera de decir, con palabras del pueblo, que algo decisivo sucede cuando la noche aún no ha terminado.

La tradición sitúa su origen en una antigua creencia: el gallo habría cantado a medianoche para anunciar el nacimiento de Cristo, rompiendo el silencio de la noche más larga. Más allá de su exactitud histórica, el símbolo es elocuente. El gallo es el animal que anuncia el amanecer cuando todavía es noche. Canta cuando la luz aún no se ve, pero ya está en camino. Y eso es, precisamente, la Navidad: una promesa de luz en medio de la oscuridad.

Celebrar la Misa del gallo no es solo acudir a una eucaristía más solemne o concurrida. Es aceptar una pedagogía espiritual: salir de casa de noche, interrumpir el ritmo cómodo de la cena, disponerse a velar. Como los pastores. Como quienes no quieren perderse el acontecimiento porque saben que no todo sucede a plena luz del día. Hay cosas decisivas que solo se comprenden cuando uno está dispuesto a trasnochar por lo esencial.

Por eso preocupa cuando la Navidad se vacía de su centro y la Misa del gallo queda reducida a un gesto residual, casi decorativo, eclipsado por el ruido, el consumo o la prisa. No se trata de nostalgia ni de moralismo, sino de hondura. Sin ese momento celebrativo, sin esa noche habitada por la Palabra hecha carne, la Navidad corre el riesgo de convertirse en un decorado sin misterio.

La Misa del gallo nos recuerda que Dios no irrumpe con estruendo, sino con un canto humilde que anuncia el día antes de que despunte. Y nos invita, una vez más, a no perder la noche en la que la esperanza aprendió a decirse en forma de niño.

Aquí, en nuestras islas, la Misa del gallo ha tenido siempre sabor a camino compartido: calles en silencio, campanas que rompen la noche, familias que regresan juntas, con el frío suave del Atlántico y la certeza de haber estado donde había que estar. 

No era costumbre vacía, sino intuición creyente: sabíamos -sin necesidad de explicarlo- que esa noche había que ir, porque el Niño nacía para todos. Tal vez hoy baste con volver a eso: a una fe sencilla que no confunde la Navidad con el ruido, y que sigue reconociendo, en la fragilidad de un pesebre, la Buena Noticia que da sentido a nuestra tierra y a nuestra esperanza.

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