«LA LOTERÍA DE NAVIDAD: SEMBRAR ESPERANZA»


La Lotería de Navidad nació en tiempos de escasez. No como un juego frívolo, sino como una respuesta creativa a una necesidad común. Corría el año 1812, España estaba desgarrada por la guerra y las arcas públicas exhaustas. Desde Cádiz —ciudad sitiada y lúcida— se ideó una fórmula singular: recaudar fondos sin asfixiar aún más a un pueblo ya cansado de perder. Aquella “lotería moderna” no prometía milagros; ofrecía algo más humilde y, quizá por eso, más humano: la posibilidad compartida de esperar.

Desde entonces han pasado más de dos siglos, y el sorteo ha sobrevivido a guerras, crisis, cambios políticos y transformaciones sociales profundas. No es casual. Porque la Lotería de Navidad no se entiende solo desde la economía, sino desde la antropología. No jugamos únicamente por lo que podríamos ganar, sino por lo que somos mientras esperamos.

Hay algo profundamente simbólico en ese gesto anual de comprar un décimo. Es una forma de sembrar. No se sabe si habrá cosecha, pero se confía en el acto mismo de poner la semilla. Y esa lógica —la de sembrar sin garantías— pertenece al núcleo más auténtico de la condición humana. Vivimos así: trabajando, educando, cuidando, amando, sin certeza de resultados, pero con la convicción de que merece la pena intentarlo.

Quizá por eso la Lotería de Navidad se juega, casi siempre, en compañía. Se comparte en el trabajo, en la familia, en el bar de siempre, en la asociación del barrio. No es tanto una apuesta individual como una empresa común. Lo decisivo no es que toque —que casi nunca toca—, sino haber estado juntos en la espera. Si llega la alegría, que sea compartida; si no, al menos no habrá sido solitaria.

En nuestras islas esto se percibe con claridad. Aquí el décimo se comenta, se reparte, se guarda con cuidado, se pierde y se vuelve a comprar. No hay grandes discursos, pero sí una sabiduría popular que entiende que la ilusión también necesita rituales. Que no basta con sobrevivir: hay que esperar algo más. Aunque sepamos que, estadísticamente, lo más probable es que no toque.

Y, sin embargo, jugamos. Porque el gozo no está solo en ganar, sino en intentarlo. En permitirnos, al menos una vez al año, pensar que la vida puede sorprender. En concederle al futuro un margen de gratuidad. En recordar que no todo está cerrado, que no todo depende de nuestro control, que aún hay lugar para la alegría inesperada.

Tal vez ahí radique el secreto de esta tradición. La Lotería de Navidad no promete justicia ni resuelve desigualdades, pero recuerda algo esencial: que la esperanza no es un cálculo, sino una disposición del alma. Se cultiva, se cuida, se comparte. Y, como toda semilla, necesita tiempo, paciencia y comunidad.

Al final, aunque no nos toque, algo queda. La ilusión vivida, la conversación compartida, la sonrisa cómplice. Y la certeza —tan frágil como necesaria— de que seguimos siendo capaces de esperar juntos. Que no es poco.

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