«HISTORIA VIVIDA, HISTORIA CONTADA: EL LEGADO DE RODRÍGUEZ MOURES»


Quien atraviesa la plaza de La Concepción y sube las escalinatas del templo se encuentra, casi sin esperarlo, con el busto de José Rodríguez Moure. No es un monumento antiguo: su presencia es reciente, apenas de unos pocos años. Y quizá por eso mismo llama la atención. No pertenece al paisaje heredado, sino al que la ciudad ha querido crear a conciencia, como quien decide colocar una señal para no perder el rastro de su propia memoria. 

El bronce, con su pátina verde y su gesto sereno, no pretende solemnidad excesiva. Más bien mira de frente, con esa especie de discreción firme que tiene la gente que hizo mucho sin hacer ruido. Rodríguez Moure fue sacerdote, historiador, jurista y cronista de San Cristóbal de La Laguna. Y en una ciudad que a veces parece caminar con prisa sobre su propio pasado, él se dedicó a detener el tiempo, a custodiar nombres, genealogías, documentos, tradiciones, modos de vida. Fue, en cierto sentido, un tejedor paciente del relato común. 

Pero esta figura no se explica solo por sus crónicas. Rodríguez Moure tuvo también otro oficio silencioso: el de narrador. Su novela El ovillo o el novelo es un testimonio precioso de esa mezcla entre historia, costumbre y vida cotidiana que define a las Islas. En sus páginas no busca grandes gestas, sino aquello que verdaderamente construye una comunidad: los gestos pequeños, los personajes humildes, las escenas domésticas, los diálogos que huelen a calle, a mercado, a casa abierta. Su literatura respira identidad popular; completa, desde la imaginación, lo que la historiografía explica desde el archivo. 

Por eso resulta tan significativo que su busto se encuentre justo ahí, a la entrada de la Concepción: lugar de comienzos, de archivo vivo, de barrio que todavía conserva la respiración lenta de lo antiguo. Es un punto donde La Laguna se mira a sí misma sin prisas. El busto parece recordar, a quien pasa, que la historia no se reduce a fechas, y que la memoria no está guardada solo en libros: está en las personas que la aman, la escriben y la cuentan. 

La ciudad ha querido agradecerle su tarea con este monumento reciente. Los escudos grabados en el pedestal -del Ayuntamiento, de instituciones culturales, de hermandades- no son un adorno protocolario, sino un reconocimiento coral: La Laguna sabe que le debe parte de lo que sabe de sí misma. Porque para que una ciudad tenga identidad, alguien debe haberla recogido antes; para que sepamos quiénes somos, alguien debe haberlo escrito. 

Ante su rostro de bronce, uno siente que Rodríguez Moure continúa, de algún modo, ejerciendo de cronista. Observa a los vecinos que entran al templo, a los estudiantes que cruzan la plaza, a los turistas que levantan la vista hacia la torre. Y quizá piensa, como pensaba cuando escribía, que cada uno de ellos es un fragmento de una historia mayor, de ese ovillo que la ciudad sigue tejiendo día a día. 

En tiempos donde lo inmediato parece imponerse, su figura reciente -pero cargada de sentido- nos recuerda algo esencial: que La Laguna no es solo un lugar, sino un relato. Y que ese relato necesita custodios, como él, que lo sostengan para que no se disuelva.

Comentarios