Cuatro hombres, postrados en el suelo de la iglesia, boca abajo, sin rostro visible. No miran al altar: se entregan a él. No destacan: se ofrecen.
Así comienza el diaconado. No con palabras, sino con el cuerpo entero diciendo: aquí estoy para servir.
El diácono no es un escalón hacia otra cosa, ni un cargo intermedio. Es, ante todo, un servidor. Su lugar propio no es el centro, sino el umbral; no el protagonismo, sino la mediación. En la liturgia, en la Palabra y, sobre todo, en la caridad, el diácono recuerda a la Iglesia algo esencial: que solo es fiel a su Señor cuando se inclina.
Por eso el diaconado tiene un rostro concreto: el del pobre, el del olvidado, el del que no cuenta. Servir en el altar sin servir en la calle sería una contradicción. El diácono es sacramento de Cristo servidor, de aquel que no vino a ser servido, sino a servir, y a dar la vida.
Postrados en el suelo, estos cuatro hombres nos enseñan algo decisivo: en la Iglesia no se asciende, se desciende. No se gana poder, se asume responsabilidad. No se busca reconocimiento, se acepta cargar con las heridas del mundo. Esta imagen no es solo de ellos. Es una pregunta para todos:
¿desde dónde vivimos nuestra fe?, ¿a quién servimos realmente?, ¿qué lugar damos a los más pobres?
Cuatro servidores.
Y una sola misión: hacer visible, con la vida, el amor humilde de Cristo.

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