Escribo esta colaboración en Gran Canaria. He venido a acompañar a los voluntarios y personal contratado de Cáritas Diocesana de Canarias que cumple setenta años de fundada como institución social y caritativa atenta a las necesidades de exclusión y pobreza de la Provincia de Las Palmas de Gran Canaria, la diócesis canaria. El año pasado los cumplimos nosotros, en la Tenerife. Pero pongo la cantidad entre paréntesis porque la acción social de la Iglesia no se puede contar por unos estatutos aprobados. Mucho antes, desde el inicio, la atención al prójimo que necesita traducir el amor fraterno en ayuda y promoción, tiene su origen en el mensaje de Jesús. La identificación personal que Él hizo de ser tratado o no cuando tratamos al que tiene hambre, sed, está desnudo o solo, en prisión o enfermo, está tatuado con letras de oro en el capítulo veinticinco de Mateo.
Es más, en la celebración de despedida de la Última Cena, les dijo a los suyos aquello de “hagan ustedes lo mismo”, y no se puede hacer de otra manera que poniéndonos a los pies de los demás vendando sus heridas con la ternura del mandamiento nuevo. De ahí surgió la bolsa común entre las primeras comunidades paulinas, la atención -incluso institucional- de las viudas y los huérfanos en hospicios y espacios de acogida. Las obras de misericordia se convirtieron en el corazón del mensaje y se tradujeron en la vida de los discípulos. Unas veces con más recursos y otras con menos, siempre ha estado presente la traducida forma de relacionarnos con Dios -que así se llama la religación (religión)- con la forma de nuestra relación fraterna. Las escuelas parroquiales o de las congregaciones religiosas, los hospitales de primera atención y los sanatorios de largas estancias siempre encontraron a hombres y mujeres dispuestos a cuidar aunque fuesen contagiados.
Tengo la suerte de atender a la ermita de San Roque, en ese mirador de La Laguna que lleva su nombre y que nos recuerda a ese joven francés que se dedicó a cuidar a los contagiados de la Peste en el bajo medievo, convirtiéndose en modelo e intercesor para los demás. Y como él, un ejército inmenso de personas que hicieron del evangelio una experiencia creíble a través de su compromiso personal en el cuidado de los demás. Por eso es por lo que setenta años no representa la ingente labor que ayer y hoy -y seguro que mañana- los amigos de Jesús ejercen, sea o no notado, sobre la piel de la sociedad doliente. Tomar consciencia de que debemos ejercer la caridad de manera organizada, estructurada y con criterios comunes en un mundo estructurado a la altura del siglo veinte es lo que ocurrió hace setenta años.
El Papa Francisco decía que esa caridad organizada era la mano que acaricia y genera cultura del cuidado en medio de la comunidad humana. Un germen de bondad que responde a la identidad humana más verdadera. De las aguas del bautismo nace un empuje radical que nos hace vivir la experiencia del compromiso social. En medio de la cultura del descarte, volver a escuchar a Jesús y su Evangelio, nos muestra la ruta de la cultura del encuentro y del cuidado. Para muchos la esperanza surge de la confianza en la bondad del ser humano. Aún hay espacio para el amor.
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