«LA EMERGENCIA SOCIAL: VIVIENDA Y EMPLEO DIGNOS»


Se puede hablar de crisis, de desafío estructural, de problemática persistente. Pero el uso de la expresión emergencia social no es casual ni exagerado. Designa una situación límite, colectiva, que desborda los márgenes habituales de intervención y afecta derechos humanos fundamentales como la vivienda, el empleo, la salud, la educación o el acceso a una alimentación adecuada. No se trata de un episodio puntual ni de una coyuntura pasajera: hablamos de una realidad insostenible que requiere respuestas urgentes, integrales y transformadoras. Cuando todo parece importante, corremos el riesgo de no distinguir lo verdaderamente urgente; y cuando no identificamos lo urgente, dejamos de reconocer lo que es una emergencia.

La emergencia social es el grito silencioso de quienes han sido invisibilizados por los sistemas de producción. Es el rostro concreto de la desigualdad que, lejos de ser una cifra, habita los portales, los empleos precarios, los comedores sociales y los expedientes de desahucio. Es una fractura que atraviesa el cuerpo social y que amenaza con convertirse en norma si no se actúa con responsabilidad compartida y visión de futuro.

Cáritas Diocesana de Tenerife, que acaba de presentar la Memoria Institucional del año 2024, desde su experiencia de acompañamiento directo a las personas y familias más vulnerables, ha identificado con claridad dos focos candentes de esta emergencia: el acceso a una vivienda digna y a un empleo justo. No basta con tener un techo o una ocupación: es la dignidad lo que está en juego. La vivienda y el empleo no pueden convertirse en privilegios para unos pocos o en mercancías sometidas a la especulación del mercado, sino que deben ser garantías básicas para una vida verdaderamente humana. Por eso, no hablar simplemente de “casas” o de “trabajo”, sino de dignidad habitacional y laboral, es ya un acto de justicia.

En el ámbito de la vivienda, la situación en Canarias se ha vuelto insostenible. Los precios del alquiler y la compra han subido muy por encima del poder adquisitivo real de las familias trabajadoras. Cada vez más personas destinan más del 40% de sus ingresos al pago del alquiler, cuando los estándares internacionales fijan el umbral de riesgo por debajo del 30%. A ello se suma el fenómeno de los alquileres turísticos, la escasa disponibilidad de vivienda pública y el envejecimiento del parque inmobiliario. El resultado es una espiral de exclusión que deja fuera del sistema a miles de personas: familias monoparentales, jóvenes sin acceso a su primera vivienda, mayores con pensiones mínimas, migrantes sin red de apoyo. Respecto al empleo, el diagnóstico es igualmente preocupante. Aunque los datos macroeconómicos puedan mostrar cierta recuperación, la realidad del empleo que ofrecen muchos sectores es marcadamente precaria: temporalidad, parcialidad involuntaria, salarios bajos, falta de conciliación y escasa protección social. No se trata solo de tener un contrato, sino de poder vivir con dignidad del propio trabajo. La economía debe estar al servicio de las personas, no al revés. Y eso implica revisar los modelos laborales, garantizar la formación permanente, impulsar políticas activas de empleo inclusivas y fomentar una cultura empresarial más humana y solidaria.

Hablar de emergencia social no es un ejercicio retórico. Es una llamada a la conciencia y a la acción. Significa reconocer que no hay desarrollo verdadero si no es con todos y para todos, como ha señalado reiteradamente el Papa Francisco. Frente a esta emergencia, no basta con diagnosticar. Hace falta actuar. Y actuar con valentía, con ternura social y con visión de bien común.

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