La llamada fue un “Sígueme”; no fue un “Corre”. La prisa no siempre responde a la llamada, sino a la actitud precipitada del que lo quiere todo y ya. Y si bien la vida es procesual, dinámica y compleja, esta realidad no justifica la irracionalidad de la precipitación, aunque sí nos estimula a evitar una pasividad injustificada; pues andar sin prisa es, en esencia, avanzar, y también lo es ir despacio.
En ese "Sígueme" resuena la invitación a un camino, a una peregrinación interior donde cada paso tiene su propia significación. No se trata de una carrera desenfrenada hacia una meta difusa, sino de la aceptación serena de un rumbo que se desvela progresivamente. La prisa, a menudo hija de la ansiedad y el temor a perderse algo, nos ciega ante la riqueza del presente, ante los matices que solo se perciben en la pausa reflexiva, en esa contemplación y diálogo con la realidad que López Quintás nos invitaba a practicar para desentrañar las profundidades del ser.
La dinámica vital, con sus desafíos y oportunidades, puede fácilmente confundirse con la necesidad de una acción inmediata y desmedida. Sin embargo, la verdadera respuesta a la vida no radica en la velocidad, sino en la autenticidad del encuentro con cada instante. Evitar la pasividad no implica caer en la agitación constante. Más bien, se trata de discernir cuándo es el momento de actuar con determinación y cuándo es necesario detenerse para escuchar la voz interior y el susurro del mundo que nos rodea. En esa escucha atenta, en esa cadencia pausada, es donde florece la comprensión profunda y la acción verdaderamente transformadora. Andar sin prisa es, en esencia, un acto de confianza en el proceso de la existencia. Es reconocer que el crecimiento, tanto personal como colectivo, requiere tiempo, maduración y una disposición a abrazar las incertidumbres del camino. La precipitación, por el contrario, nos instala en la superficie, impidiéndonos echar raíces y construir sobre cimientos sólidos. En la tradición cristiana, la paciencia y la perseverancia son virtudes cardinales, reflejo de una fe que confía en el despliegue del plan divino, un plan que se revela no en el estruendo de la urgencia, sino en la suave melodía del tiempo vivido con conciencia y entrega, donde la paciencia y la perseverancia se erigen como pilares de una fe profunda.
La llamada a seguir, despojada de la urgencia del "corre", nos invita a una generosidad que trasciende el acto impulsivo para convertirse en una ofrenda madurada en la conciencia. La limosna que "suda en la mano", como certeramente expresó San Agustín, trasciende la mera entrega material. Implica una implicación profunda, un compromiso que se gesta en la reflexión y se entrega con un calor humano palpable. No es el óbolo arrojado al vuelo, sino el fruto de una comprensión sentida de la necesidad del otro, un desprendimiento que lleva consigo la energía del propio esfuerzo, impregnando el acto de dar con una autenticidad que la prisa y la superficialidad jamás podrían alcanzar. En esa pausa generosa, en ese sudor de la mano que se abre, reside una profunda verdad del "Sígueme": el camino se hace más pleno cuando compartimos la carga y el fruto de nuestro andar.
Imaginen la silueta de un velero antiguo deslizándose sobre el Atlántico, con las velas hinchadas por la suave brisa canaria. No hay la estridencia de una lancha motora, ni la impaciencia de un mercante apresurado por cumplir un horario. Su travesía es un poema escrito en el vaivén de las olas, un avance constante marcado por el ritmo ancestral del mar. Puerto a puerto, la nave cumple su singladura, cargando historias, sueños y mercancías, pero cada milla náutica se saborea, cada amanecer y cada estrella contemplada se inscriben en la bitácora del alma marinera. No hay pausa en el sentido de inacción, pues la corriente lo impulsa y el viento lo guía, pero tampoco hay prisa desmedida, solo la sabia cadencia de quien confía en el camino y disfruta del viaje, sabiendo que cada destino alcanzado es la culminación natural de un navegar consciente y perseverante. Como la vida misma, el mar nos enseña que avanzar sin prisa es también llegar, y quizás, llegar de una manera más rica y significativa.
Excelente reflexión!!!! Muchas gracias!!!!
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