Esta mañana, en la parada del tranvía de Guajara, viví un gesto mínimo que abrió un pensamiento grande. Una alumna de la Universidad se levantó para cederme el asiento. Nunca antes me había ocurrido. Fue un segundo de sorpresa, casi de pudor, seguido de una sonrisa agradecida… y de una silenciosa revelación: aquella joven me veía mayor. No es que de repente cumpliera más años, ni que mi rostro hubiera cambiado desde el día anterior; simplemente, alguien me miró de un modo que me obligó a reconocer una verdad que yo no había terminado de aceptar.
Hay edades que llevamos por dentro y que tardamos en asumir por fuera. Vamos caminando con la sensación de ser más jóvenes o más inmaduros, o más capaces de lo que en realidad somos. Pero basta la mirada ajena —esa especie de espejo involuntario que no miente— para colocarnos en el punto exacto de nuestro propio tiempo. A veces es un alumno que te cede el asiento; otras, un hijo que te habla con una madurez que no esperabas; otras, un desconocido que añade un “señor” donde tú aún escuchabas un “chico”. Y así, casi sin quererlo, vamos descubriendo que el reloj de la vida no se mide solo por cumpleaños, sino por cómo habitamos la conciencia de los demás.
No deberíamos tener miedo a esa revelación. Envejecer, después de todo, es aprender a ser vistos con una luz distinta. Es comprender que el respeto que alguien te ofrece no es lástima, sino reconocimiento. Es dejar que la dignidad se haga visible en los gestos cotidianos. Quizá por eso el Evangelio insiste en la mirada: en mirar con misericordia, en ver más allá de las apariencias, en reconocer en el otro un valor que él mismo a veces ignora. De algún modo, todos necesitamos que alguien nos vea para encontrarnos; que alguien nos nombre para saber quiénes somos; que alguien nos haga un sitio —en un banco, en un vagón o en la vida— para recordar que seguimos en camino.
Al final, lo que me regaló aquella alumna no fue un asiento, sino una evidencia serena: la edad no es una amenaza, sino un lugar. Y cada mirada ajena, si la aceptamos sin orgullo ni temor, puede enseñarnos a habitarlo con más gratitud. Hoy descubrí, gracias a ella, que también la vejez —o su umbral, o su insinuación— tiene un tono amable cuando dejamos que el otro nos lo muestre. Y me di cuenta de que, si se mira bien, crecer en años es otra forma de crecer en humanidad.

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