Vivimos corriendo. No solo por las calles o los calendarios, sino dentro de nosotros mismos. La prisa se ha vuelto el ritmo natural de la existencia contemporánea: trabajamos con prisa, pensamos con prisa, amamos con prisa. Y en medio de ese vértigo, algo se nos escapa. No es solo tiempo lo que perdemos, sino alma. John Henry Newman, que conoció la agitación intelectual y social de la Inglaterra del siglo XIX, entendió bien este peligro. Para él, la vida interior era el espacio donde el ser humano se reconcilia consigo mismo y con Dios, el lugar donde el alma respira.
La prisa, sin embargo, asfixia esa respiración. Nos impide detenernos ante lo esencial. Newman escribió que “no hay conocimiento sin atención” y que el alma necesita silencio para comprender lo que ve. En un mundo saturado de pantallas, urgencias y notificaciones, hemos convertido la distracción en una forma de vida. Corremos tanto que ya no sabemos hacia dónde, y confundimos el movimiento con el sentido. La prisa nos promete eficacia, pero nos deja vacíos, incapaces de escuchar la voz de la conciencia o el murmullo de la gracia.
Para Newman, el hombre verdaderamente libre no es el que puede hacer muchas cosas, sino el que sabe detenerse cuando debe. La pausa no es un lujo, sino una necesidad moral. En la serenidad nace el discernimiento. Y solo quien aprende a discernir puede elegir bien. Por eso, en su espiritualidad, la oración y la reflexión no eran evasión, sino una manera de ordenar el alma y orientar la vida. Frente a la tiranía del reloj, Newman proponía la obediencia al tiempo de Dios, que no se mide en minutos, sino en profundidad.
También en la educación, Newman vio los frutos amargos de la prisa. Denunció la formación superficial que busca resultados inmediatos y títulos rápidos, olvidando el cultivo de la mente y del carácter. Enseñar, decía, no es llenar de información, sino enseñar a pensar despacio, a mirar con hondura, a amar la verdad. Una sociedad que no educa en la paciencia del aprendizaje está condenada a la ligereza del pensamiento. Y sin pensamiento sereno, no hay sabiduría ni libertad.
La prisa destruye la convivencia. No escuchamos porque tenemos prisa por responder, no comprendemos porque corremos hacia la siguiente tarea. Newman invitaba a “vivir el momento presente con fidelidad”, no por romanticismo, sino porque ahí se juega lo eterno. El presente es el único lugar donde el alma puede encontrarse con Dios y consigo misma. Recuperar la calma no es nostalgia, sino resistencia: es proteger el espacio sagrado de la interioridad frente a la invasión del ruido.
Cuando todo nos empuja a la aceleración, la lentitud se convierte en un acto de fe. Detenerse a contemplar, a agradecer, a pensar, a rezar, es afirmar que no somos máquinas. Newman, con su inteligencia luminosa y su vida silenciosa, nos recuerda que el alma necesita reposo tanto como el cuerpo necesita aire. La prisa promete plenitud y solo entrega agotamiento.
Quizá por eso, volver a Newman es también un gesto de esperanza. En su serenidad aprendemos que el tiempo no se posee, se recibe; que la vida no se acumula, se habita. Y que solo quien se atreve a parar puede volver a oír el latido de su propio corazón.

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