«JOSÉ PERAZA DE AYALA: LA MEMORIA QUE MIRA A LA CATEDRAL»


En la Plaza de los Remedios, siempre en silencio, contemplando a los viandantes de esa manera yerta con la quen os bustos, hay uno que parece esperar que pasemos para recordarnos quiénes fuimos. José Peraza de Ayala (1903-1988), jurista, historiador y genealogista, ocupa allí un lugar discreto y, sin embargo, profundamente exacto: a la sombra de la Catedral y en el centro de La Laguna, ciudad que lo vio nacer, crecer y morir, y cuya memoria ayudó a ordenar con paciencia de artesano. 

Peraza de Ayala pertenece a esa estirpe de hombres que hicieron de la historia un acto de servicio. No la historia épica de los grandes relatos, sino la más frágil y decisiva: la que se deposita en los archivos, los protocolos notariales, los libros parroquiales, las ordenanzas y los pleitos que dibujaron el rostro social de Tenerife. Su obra reconstruye el pulso de la ciudad en los siglos en que se forjó su identidad: las instituciones del Antiguo Régimen, la vida jurídica, el comercio atlántico, la arquitectura del poder civil y eclesiástico. Fue un investigador riguroso, casi monástico en sus métodos, como quien sabe que la verdad se descifra letra a letra. 

La dimensión religiosa que atraviesa muchos de sus trabajos no proviene de un afán devocional, sino de la comprensión profunda de que la historia de La Laguna se escribió también desde sus claustros, cabildos eclesiásticos y tradiciones populares. Peraza estudió la jurisdicción eclesiástica de la isla, la figura del Real Patronato, la presencia de la Iglesia en la vida pública y hasta los romances religiosos transmitidos por la gente sencilla. Siguiendo esos hilos, iluminó cómo la fe -y las instituciones que la encarnaron- moldeó la vida cultural, jurídica y social de la ciudad. 

Quizá por eso su busto debiera mirar a la Catedral: porque entendió que la historia lagunera no se explica sin esa presencia. No se trata de nostalgia confesional, sino de reconocer que lo sagrado -lo que el pueblo consideró valioso y digno- dejó en La Laguna un sedimento que aún organizó su urbanismo, su carácter y su modo de celebrarse como comunidad. 

Pero hay algo más: Peraza de Ayala fue, sobre todo, un lagunero en el sentido más alto del término. Amó la ciudad no desde la costumbre, sino desde la comprensión. Y entendió que la identidad no se hereda sin más: se cultiva, se estudia, se cuida. Sus trabajos sobre linajes, casas señoriales, ordenanzas municipales o comercio con Indias no tenían un afán erudito, sino un propósito cívico: preservar la memoria como fundamento de futuro. Sin memoria -lo sabía bien-, una ciudad deja de ser una comunidad y se convierte apenas en un decorado. 

Hoy, cuando caminamos por la Plaza de la Catedral, quizá convendría detenernos un instante ante su busto. No para rendir homenajes vacíos, sino para recordar lo que él supo ver con claridad: que La Laguna es una ciudad que solo florece cuando reconoce el hilo que la une a su pasado. Peraza de Ayala fue uno de los que sostuvo ese hilo con manos firmes. Y gracias a su legado, la ciudad sigue pudiendo mirarse al espejo de su propia historia sin perder el rostro. 

Porque tal vez esa sea la lección más actual que nos deja: una ciudad que honra su memoria se vuelve más capaz de imaginarse a sí misma. Y en tiempos de cambios acelerados, no es poco tener un lugar -y un nombre- que nos recuerde de dónde venimos para saber hacia dónde vamos.




Comentarios