En el corazón sereno de La Laguna, donde la luz parece tamizada por siglos y la bruma matinal acaricia los adoquines, emerge la figura discreta y honda de José Hernández Amador (1892–1967). Abogado de profesión y poeta por vocación íntima, fue uno de esos hombres que dieron forma a la vida cultural de la ciudad cuando la palabra aún se respetaba como artesanía del alma. Su nombre resuena especialmente ligado al Ateneo de La Laguna, institución que ayudó a fundar y de la que fue su primer presidente, convirtiéndola en faro de pensamiento, creación y diálogo.
El Ateneo no fue para él solo un cargo o un espacio físico: fue un territorio espiritual. Allí convocó tertulias, conferencias, recitales y encuentros que hicieron de la ciudad un núcleo de reflexión humanista. Hoy ese edificio que habló tanto está cerrado, herido por un incendio que detuvo su actividad, a la espera de unas obras de reforma largamente deseadas. Y tal vez por eso Hernández Amador vuelve a ser especialmente actual: su espíritu recuerda que la cultura no se apaga, aunque se cierren sus puertas; que la llama interior permanece mientras haya quienes la custodien.
Su busto, promovido por el propio Ateneo y ubicado en la plaza cercana a la Catedral, permanece en pie como un vigilante silencioso. No mira al pasado con nostalgia, sino con esa serenidad que tienen los que supieron pensar su tiempo sin prisa ni estridencias. En su bronce se adivina la delicadeza de un hombre que entendió la cultura como un servicio y la ciudad como un bien común que debía elevarse desde la palabra, la belleza y el pensamiento.
Poéticamente, Hernández Amador exploró algunos temas que revelan su hondura interior: la ciudad como paisaje del espíritu, el tiempo como un espejo que devuelve con suavidad lo vivido, la belleza como forma de verdad, la palabra como espacio de revelación. En sus versos, La Laguna no es escenario, sino alma: patios, campanas y brumas aparecen como símbolos de una vida contemplativa, pensada desde dentro, habitada con lentitud y profundidad.
Su obra, aunque no amplia en extensión, es intensa en resonancia. La melancolía luminosa del tiempo, el amor por la ciudad, la mirada interior que se abre al misterio sin fanfarrias ni dogmas, la búsqueda de sentido que no se formula como teología, sino como intuición poética, componen un retrato humano de rara delicadeza. En él late lo que podríamos llamar una espiritualidad poética: la convicción de que la vida tiene una hondura secreta que se revela mejor a quienes saben escucharla.
Hernández Amador vivía una apertura al misterio que se respira en sus versos y silencios. Era un hombre para quien la belleza era casi un sacramento, un puente hacia lo más verdadero. Por eso su poesía sigue interpelando: porque habla a la parte más humana y vulnerable de cada uno, a ese deseo de luz que permanece incluso en los tiempos inciertos.
Hoy, cuando el Ateneo espera renacer tras las heridas del fuego, su figura invita a recuperar una convicción sencilla y profunda: que una ciudad crece cuando escucha a sus poetas; que la cultura se sostiene cuando alguien paga el precio de pensar; que la vida necesita espacios donde la palabra, la calma y la belleza vuelvan a respirar. En el bronce de su busto y en la memoria de sus versos, José Hernández Amador permanece como uno de los guardianes del alma lagunera, recordándonos que lo esencial siempre vuelve a abrirse paso, como una voz que no se apaga.

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