La palabra ciencia se pronuncia hoy con una especie de reverencia. Se la invoca como argumento definitivo, como si lo “científicamente probado” fuera siempre sinónimo de verdad. Sin embargo, la historia nos enseña que la ciencia no es una voz divina, sino una búsqueda humana: noble, pero condicionada por intereses, contextos y poderes. La ciencia cambia, se corrige, avanza y a veces también se deja usar.
Las instituciones que gestionan el conocimiento -organismos internacionales, agencias reguladoras, grandes laboratorios o fundaciones- no son neutrales. Están formadas por personas, y dependen de presupuestos, gobiernos y empresas. Quien financia la investigación, en gran medida, orienta la agenda del descubrimiento. Por eso conviene distinguir entre la ciencia como método de búsqueda de la verdad y las instituciones que la administran, con sus inevitables sesgos y presiones.
No se trata de negar el valor de la ciencia, sino de recuperar su espíritu más noble: la observación honesta de la realidad, incluso cuando contradice intereses. Cuando la OMS cambia los parámetros del colesterol y, de un día para otro, millones de personas pasan a necesitar medicación, es legítimo preguntarse si la verdad médica ha cambiado o si lo han hecho los equilibrios económicos. Del mismo modo, cuando un diagnóstico desaparece de los manuales psiquiátricos, no siempre lo hace por haber perdido sustento empírico, sino porque el clima ideológico o cultural ha variado.
La verdadera ciencia nace de la experiencia directa, de la evidencia que se repite y se verifica. Si un fenómeno se constata en la realidad -un síntoma, un efecto, una reacción humana-, no desaparece porque no figure en un documento oficial. Los manuales no dictan lo que es verdad, solo lo que en cada época se acepta como tal. Por eso el pensamiento crítico es el mejor aliado del progreso, y la credulidad institucional, su mayor amenaza.
El riesgo está en delegar la capacidad de pensar. En creer que lo real se define en despachos o congresos, y no en la observación rigurosa y compasiva de la vida humana. En el fondo, la ciencia y la ética comparten una misma exigencia: mirar sin miedo y sin intereses. Cuando se olvida esto, el saber se convierte en herramienta de poder más que en camino de verdad. También ocurre con ciertas realidades humanas que la estadística o la ideología prefieren no mirar. Cuando una mujer atraviesa un proceso físico y emocional tan profundo como la interrupción de un embarazo, los manuales pueden discutir su nombre, pero no pueden negar la huella que deja. La ciencia honesta no debería ocultar lo que la experiencia muestra: que el cuerpo y el alma reaccionan ante toda pérdida, aunque los informes oficiales callen. La verdad no desaparece porque no figure en una clasificación, ni el sufrimiento se anula porque un comité declare que no existe.
Quizá el desafío de nuestro tiempo no sea tanto producir más conocimiento, sino aprender a distinguir entre el saber que libera y el que sirve a intereses ocultos. La verdadera ciencia no se impone: se demuestra, se contrasta y se vive. Y solo cuando se pone al servicio de la persona y de la justicia, deja de ser instrumento de poder para volver a ser camino de verdad.

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