«LA HERIDA DE LA CALLE»


Hay realidades que no pueden maquillarse con palabras suaves. La exclusión residencial extrema en Tenerife es una de ellas. No hablamos de estadísticas frías ni de conceptos técnicos: hablamos de personas que viven en la calle, sin techo ni refugio, expuestas al frío, a la intemperie y, tantas veces, a la indiferencia. El informe que presentará Cáritas Diocesana de Tenerife a través de las Unidades Móviles de Atención en Calle (UMAC) da rostro y datos a lo que ya vemos en nuestras plazas, en los cajeros cerrados, en los rincones invisibles de nuestras ciudades.

La calle no es un hogar. Es un escenario de desamparo que se mezcla con la enfermedad mental, las adicciones, las rupturas familiares y laborales, la migración forzada, y la fragilidad de quienes no han encontrado un lugar donde sostener la vida. Cada persona en exclusión residencial extrema arrastra consigo una historia de heridas y fracasos colectivos: porque nadie llega a esa situación por sí solo, siempre hay una cadena de abandonos previos. 

Tenerife refleja lo que ocurre en otras partes de España y del mundo. La falta de vivienda asequible, los precios desorbitados del alquiler, la precariedad laboral y la insuficiencia de las políticas públicas van empujando a los más vulnerables hacia la intemperie. El derecho humano a la vivienda, proclamado con solemnidad en los tratados internacionales, se contradice con la realidad de quienes no tienen ni un techo digno donde dormir. 

La calle, además, es un lugar que enferma. Allí la salud física se deteriora con rapidez, y la salud mental encuentra pocas posibilidades de cuidado. La exclusión se convierte así en un círculo vicioso: la falta de techo agrava la enfermedad, y la enfermedad impide recuperar un techo. Y mientras tanto, quienes pasan a nuestro lado con prisa se acostumbran a mirar hacia otro sitio, como si la costumbre pudiera anestesiar la conciencia. 

No basta con constatar el problema: exige respuesta. Y la respuesta no puede ser solo asistencial, sino también estructural. Hacen falta recursos de emergencia, sí, pero también políticas de vivienda pública, programas de acompañamiento, redes de salud mental y adicciones, y sobre todo, un compromiso cívico que no tolere la indiferencia. 

La exclusión residencial extrema es una herida en el rostro de la ciudad. Y las heridas, si no se curan, se infectan. No basta con apartar la vista: necesitamos, como sociedad, reconocer que detrás de cada persona que duerme en la calle se mide la calidad de nuestra convivencia. Una ciudad no es más moderna por sus edificios, sino por la forma en que trata a sus habitantes más frágiles. 

Quizá la primera tarea sea la más difícil: mirar. Mirar de frente al que duerme en un banco, al que busca calor en un soportal, al que vive sin techo en medio de nuestra abundancia. Porque solo cuando reconocemos ese rostro, nace la posibilidad de transformar la herida en camino de esperanza. Y ese camino es, al final, el que nos dignifica como personas y como pueblo. 

La exclusión residencial extrema es un espejo donde se refleja lo mejor y lo peor de nuestra sociedad. Y en ese espejo nos reconocemos todos. Quizá por eso el Evangelio nos recuerda que lo verdaderamente humano se juega en la forma en que tratamos al que está caído en el camino. No es un asunto de beneficencia, sino de justicia y de dignidad compartida. Porque allí donde alguien duerme en la calle, también nosotros perdemos techo sobre nuestra conciencia.

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