CHESTERTON Y LA LIBERTAD» (2/3)


En Chesterton, la palabra “libertad” nunca fue un eslogan político, sino una realidad espiritual. Su defensa de la libertad nace del convencimiento de que el ser humano está hecho para elegir el bien, no para perderse en el capricho. En su tiempo -como en el nuestro- observó que el hombre moderno se creía libre porque no obedecía a nadie, pero en realidad había dejado de obedecer a la verdad. 

La libertad vacía, decía, se convierte pronto en tiranía del deseo. Cuando todo vale, nada importa. Y cuando el hombre pretende ser su propio creador, termina esclavo de su ego. Por eso Chesterton insiste en que la libertad no es ausencia de límites, sino descubrimiento del sentido que hace posible elegir. Sólo quien sabe para qué vive, puede decidir con plenitud. 

El cristianismo enseña esa paradoja: ser libre es poder amar. No hay libertad más alta que la del amor, porque el amor no se impone. Dios mismo respeta la libertad humana hasta el extremo. Por eso, la fe no es, ni debe ser nunca, un sistema de control, sino una invitación a responder. El creyente no obedece, ni debiera obedecer, por miedo, sino por gratitud. 

Chesterton veía en la moral cristiana un acto de confianza en la grandeza del hombre. Las normas no son cadenas, sino caminos que orientan. Como las reglas de un juego, no buscan restringir, sino hacer posible la alegría de jugar. Quien ama la verdad, no se siente limitado por ella, sino sostenido. 

Frente a las ideologías que prometen libertad destruyendo toda referencia moral, Chesterton propone una libertad enraizada en la realidad. El hombre no se libera negando su naturaleza, sino aceptándola. La fe le recuerda que es criatura, y que esa dependencia no lo humilla: lo dignifica, porque lo vincula al amor que lo creó. 

La libertad, entendida así, no es capricho, sino responsabilidad. No se trata de hacer lo que quiero, sino de querer lo que debo. La obediencia a la verdad no anula la voluntad, la perfecciona. Por eso el creyente no teme entregarse: descubre que en la entrega está su mayor realización. 

El error de nuestro tiempo, advertía Chesterton, es pensar que la libertad es un fin en sí misma. Pero la libertad sin finalidad se vuelve desesperanza. La fe le devuelve propósito: nos hace libres para servir, para crear, para amar. Y sólo ese amor nos salva de la soledad. 

Así entendida, la libertad no se opone a la fe, sino que florece en ella. Quien confía en Dios se atreve a ser libre, porque sabe que su destino no depende del azar, sino del amor. La fe no domestica al hombre: lo impulsa. 

Chesterton enseñó que el cristiano auténtico es el más libre de los hombres, porque su vida tiene sentido. No obedece por obligación, sino por convicción; no teme al límite, porque lo habita con esperanza. La fe lo hace libre porque lo hace consciente de su dignidad. Hacia esa autenticidad debemos, pues, andar. 

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