«LA VIEJA RECOVA»


Llegué a La Laguna con apenas once años, a finales de los años setenta. Los paseos de los jueves y domingos, propios de la vida del Seminario, tenían en el antiguo mercado una parada inevitable. Aún guardo la memoria viva de aquellos olores: el pescado fresco, la fruta madura, el aroma de las especias, la mezcla inconfundible que hacía de la Recova un universo propio. Era un espacio que hablaba al olfato, a la vista y al corazón. 

La vieja Recova no era solo un lugar donde se compraba y se vendía. Era un latido de la ciudad. Entre sus muros se mezclaban voces, colores y gestos que tejían la vida cotidiana. Allí coincidían los agricultores con los vecinos, los tenderos con los estudiantes, los turistas curiosos con los laguneros de siempre. No había jerarquías: todos se encontraban como parte de una misma comunidad. 

Cada puesto era también una historia. Familias enteras sostenían aquel espacio con su esfuerzo, transmitiendo no solo productos, sino también confianza, honradez y cercanía. La palabra valía más que cualquier contrato, y el cliente fiel no era un número, sino un rostro conocido. Esa cultura del vínculo hacía de la Recova una verdadera escuela de convivencia. 

Para quienes crecimos en aquella época, la Recova fue una experiencia formativa. Nos enseñó a percibir la ciudad como espacio humano, a descubrir que la economía no es solo intercambio de bienes, sino sobre todo relación. El bullicio del sábado por la mañana, el pregón de los vendedores, el regateo alegre, las flores en las esquinas: todo eso formaba parte de una educación sentimental que aún hoy resuena en la memoria. 

Hoy, cuando el consumo se ha vuelto impersonal y digitalizado, recordar la vieja Recova es recordar también un modo de ser comunidad. Un mercado no era únicamente un edificio: era el foro social de la ciudad, el lugar donde la gente se reconocía, se saludaba, se confirmaba como parte de un mismo pueblo. 

Por eso, rehacer el mercado no puede ser solo cuestión de planos y ladrillos. Recuperar la Recova implica rescatar ese espíritu de encuentro, ese latido que daba identidad a la ciudad. Se trata de que, más allá del diseño, vuelva a ser un espacio que genere vínculos, donde la vida se mezcle en aromas y palabras, donde las diferencias se diluyan en la cotidianidad compartida. 

La Laguna es hoy ciudad universitaria, patrimonio cultural y centro administrativo. Pero sigue necesitando lugares donde la gente pueda encontrarse con sencillez, como sucedía en la Recova. Porque una ciudad no se construye únicamente con edificios, sino sobre todo con lazos humanos que se renuevan cada día. 

La vieja Recova, con sus olores y sus voces, permanece en nuestra memoria colectiva. Y tal vez ese sea su mayor legado: recordarnos que el verdadero mercado de la vida son los vínculos. Que la ciudad será plenamente humana si no olvida que, en el fondo, lo que más necesitamos no es comprar ni vender, sino encontrarnos. 

El Evangelio recuerda con frecuencia las plazas y los mercados como lugares donde la gente se cruzaba, donde los niños jugaban, donde Jesús mismo anunciaba la buena noticia del Reino. Eran espacios sencillos, cotidianos, pero cargados de humanidad. Quizá ahí esté la clave: que el mercado vuelva a ser lo que siempre fue, un lugar donde la vida se hace encuentro, y donde, en medio del bullicio, todavía puede escucharse la voz que invita a la fraternidad.

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