«DESCONFIANDO DE TODO»


Me estoy encontrando últimamente con personas en las que ha aumentado el nivel general de desconfianza. La realidad les aturde por su multitud de aspectos desconectados que, aunque tienen que ver con la vida personal, poseen una seria dificultad para ser entendidos en su dimensión plena. Solo tenemos fragmentos junto a otros fragmentos y no descubrimos su conexión lógica. Pagamos impuestos y vamos al médico. Y desaparece del horizonte la íntima conexión entre ambas realidades. Hablamos del precio de la electricidad y de la compra, pero no estamos seguros si estos aspectos dependen de la deuda externa de la economía del país o de la voluntad del dueño de la cadena de supermercados. Hay mucha complejidad y, como efecto rebote, desconectamos de cualquier intento de comprensión y generamos como respuesta espontánea la desconfianza.

Es evidente que la prudencia, como virtud básica y cimiento de las demás virtudes, nos ayuda a estar atentos y pasar por el crisol de la reflexión la realidad que habitamos. Esta virtud que nos ayuda a anticipar las consecuencias, a valorar las circunstancias y a contextualizar las acciones, no es compatible con la desconfianza. La prudencia pretende evitar los sesgos y prejuicios, mientras que la desconfianza asume un cinturón de negatividad previa a cualquier circunstancia.

Pero, ¿Cómo no vamos a desconfiar si percibimos un claro afán de manipulación general? Y esa actitud se adhiere a nuestra manera de afrontar la vida más arriba y más abajo de nuestras relaciones sociales. Y pasamos de cuestionar las grandes decisiones internacionales a cuestionar las pequeñas decisiones en las que se juega la cena de cada día. Y el cercano sufre el efecto generado por la complicación lejana que se nos presenta, muchas veces, dentro de un plan de desinformación manipulado.

Cuando desconocemos es cuando desconfiamos. Y desde el momento en el que los medios de comunicación abandonan la verdad para ponerse al servicio de otros intereses, y un mismo evento es tan diametralmente distinto según el ideario de la empresa de comunicación, la desconfianza se siembra en donde anda encendida una pantalla de televisión o una emisora de radio. Sin verdad no hay confianza. Y la mentira dispara su contrario.

En la sociedad de la confusión las personas no se fían. Hace falta un cierto nivel de claridad y capacidad de distinguir la verdad para que superemos el prejuicio de que todo lo que se nos presenta está manchado por el interés escondido y torticero. Y si, por casualidad, descubrimos que ese interés es real, la desconfianza no desaparece ni en los grandes ámbitos de decisión ni en las pequeñas decisiones sencillas. Lo que sería normal y fruto de una complejidad social inevitable, se agrava con esas numerosas experiencias de normalización de la mentira. Y si la realidad no es accesible, y solo podemos tener aproximaciones parciales y desconectadas a ella, ni la prudencia tiene campo de actuación. De las personas que amamos nos solemos fiar. A veces con confianza ciega. Porque sabemos que no nos quieren dañar. Lo sabemos, digo, y no digo que lo sospechamos. Aunque no tengamos conocimiento científico de ello, nos fiamos. Tal vez la causa no esté en la posible manipulación interesada, cuanto en la ausencia de vínculo entre nosotros. Si no nos queremos como seres humanos, es lógico que nos ladremos y, en no pocos momentos, nos mordamos marcando nuestro pequeño territorio de aparente seguridad.

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