«EL EFECTO MASCARILLAS»


Recuerdo que hace un tiempo estuvimos todos con la mascarilla a cuesta. Las caras que veíamos estaban limitadas hasta tal punto que las personas que conocimos entonces, si hoy las volviéramos a ver, no las reconoceríamos. Una cara parcial, a la que solo se le ven los ojos, no la reconocemos; más bien la imaginamos de tal forma que al verla sin mascarilla se despertaba en nosotros la sorpresa. Ese efecto de conocimiento mutuo parcializado por la mascarilla fue común entre nosotros. Sin el rostro no hay reconocimiento de la otra persona. Hay mucho de la filosofía personalista de Martin Buber y Levinas en estos planteamientos dialógicos y en esta demanda del rostro para descubrir la esencia de la persona que está junto a nosotros.

Por eso, cuando queremos destruir al otro hacemos caricatura. Desfiguramos su rostro para que no nos duela ni nos desgarre su muerte. El rostro nos hace peculiares, distintos, propios. Somos nosotros mismos, tenemos un rostro. El Papa Francisco nos recordó al inicio de su pontificado quién era el rostro de Dios –Misericordiae Bultus-, porque tiene rostro el invisible. Esa necesidad antropológica de preguntarnos por la realidad mirando sus rostros queda convertida en acontecimiento en la experiencia de la encarnación. Para conocer la verdad de Dios hizo falta que Dios asumiera un rostro. Si no, siempre hubiera quedado tan lejano a nuestro conocimiento y tan sometido a nuestras demandas, que cualquiera sabría dónde hubiéramos acabado.

El cartel de la Semana Santa de La Laguna este año es un rostro de Jesús. No es la imagen de una imagen, sobre un paso o en una calle. Es un rostro. Nada más que un rostro. Su autor ha pretendido aproximarnos a lo que quedó grabado, como en un negativo fotográfico del hombre de la Sábana Santa. En blanco y negro, un mero rostro. Atravesado sutilmente por los rayos de la gloria esperada, está el silencioso rostro de Jesús. También nos mira. También nos hace personas dignas de auto-reconocimiento en nuestra peculiaridad personal.

¡Cuánto se recuerdan aquellas palabras de Benedicto XVI que nos decía que no somos cristianos por estar en posesión de un grupo de ideas o certezas, incluso de principios éticos o morales, sino que lo somos por ser protagonistas de una verdadera relación con Él! Un encuentro entre identidades, entre rostros, entre personas que son capaces de reconocerse y de dar, de esta manera, un nuevo horizonte de sentido a su existencia. Un cortocircuito producido por dos polos distintos que se encuentran y producen la chispa de un gozo insospechado.

El problema no es que el Misterio haya querido tener rostro y, además de haber hablado en lenguaje humano, dejarse contemplar humanamente. El problema es que implica nuestra humanidad verdaderamente. Un rostro nos está tratando con la peculiaridad de exigirnos un ser nosotros mismos. Una implicación personal. Tal vez derive de ahí el rosario de valoraciones negativas que he venido escuchando de la obra de Rocha, el pintor a quien la Junta de Hermandades y Cofradías ha pedido la realización del cartel de la Semana Santa de Aguere.

No cabe duda de que es más cómoda una religión sin rostros. Ponerle un capirote a nuestra identidad no nos implica existencialmente. Tiene otros valores, pero este formato nos hace participar del “efecto mascarilla”.

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