QUINARIO - Segundo día: "... CON ESPÍRITU"


Una de las expresiones más reiteradas por el Papa Francisco en el tiempo de pontificado es esa: “discípulos con espíritu”. No vale de mucho una institución, por mucha historia que haya tenido, si en el momento presente la descubrimos sin espíritu; no generan vida, no pueden generala, unos agentes de pastoral, sacerdotes, religiosos o laicos, sin espíritu; no evangelizan unos fieles cristianos sin espíritu. Esa pregunta debe resonar esta tarde entre nosotros: ¿Somos cristianos con espíritu? ¿Qué es ser un cristiano, un discípulo, con espíritu? Y otra, ¿de dónde surge este espíritu? ¿Cómo renovarnos en el espíritu? ¿Cuál es la fuente de este buen espíritu?

Se trata de un problema de “espejo”. Todo depende de dónde nos queremos mirar. Si nos miramos en Cristo, si ponemos nuestra vida ante la mirada de Cristo, esa imagen será una imagen con espíritu; porque Cristo ha recibido la plenitud del Espíritu de Dios: porque Cristo es Dios. Pero podemos tener la tentación de mirarnos en otros espejos. Entonces perdemos la dimensión genuina de nuestra espiritualidad. Y pudieran ser modelos buenos, que han sido históricamente válidos..., pero no nos podemos contentar con nada que valga menos que lo que vale Cristo: no nos podemos contentar con algo que no sea Cristo.

¿Cuáles son esos espejos peligrosos que desfiguran la imagen humana? ¿Qué espejos son alternativos a Cristo, modelo y guía de la comunidad de los discípulos? ¿Dónde es peligroso mirarnos? ¿Qué miradas nos hacen perder el espíritu? Les sugiero tres posibles miradas.

1.- Mirarnos en las cosas y ahogarnos en el materialismo. Como si toda nuestra identidad se resumiera en el contenido del bolsillo o en la casa de la playa. Qué terrible sería que cuando alguien se presenta no ofrezca la frescura de su mirada y la mano abierta y desnuda, sino la tarjeta de la materialidad de sus conquistas. Mirarnos en nuestro currículo y ahogarnos de materialismo. Yo no soy lo que tengo. Yo no tengo lo que soy. Soy un don para mí mismo. Nada de lo que tengo me define: yo soy más de lo que tengo. Cuando pierdo lo que tengo, no me pierdo ni me destruyo; cuando conquisto no creo ser lo que no soy. Las cosas son cosas. Si tratamos a las cosas como si fueran personas, tal vez tengamos la tentación de tratar a las personas como si fueran cosas... y eso sería una terrible injusticia. El peligro del materialismo es olvidar a las personas. Descartar a aquellas personas que no nos revisten con sus cosas porque no tienen nada. Al Papa Francisco le hemos escuchado anhelar una Iglesia pobre: porque cuando la Iglesia no se instala en las cosas que posee y los medios con los que realiza su tarea, no tiene la tentación de olvidar el tesoro de los pobres: las personas son nuestro tesoro. Yo soy el tesoro, no las cosas que poseo. No nos miremos en las cosas. Es un mal espejo para renovar nuestra condición de discípulos con espíritu. Cristo no quiere, ni necesita nuestras cosas. Entregó su vida por mí, por nosotros.

2.- Mirarnos en nosotros mismos y ahogarnos de individualismo. Con harta frecuencia estamos encantados de conocernos; de habernos conocido. Nos creemos el centro de gravedad de lo real. Afirmarnos es necesario como manifestación de sano equilibrio y autoestima, pero ahogarnos en el brillo de nuestra peculiar realidad es individualismo ciego. Ni somos las cosas que tenemos ni somos nosotros solos y aisladamente. El “vaya yo caliente, ríase la gente” no es un dicho cristiano; manifiesta una escasez de espíritu digna de toda mención. No estamos pensados para vivir, sino para convivir. Hemos de superar el mito de la autonomía. No somos, ni podemos ser, autónomos aislados del resto de los demás. La Iglesia, mucho menos, no se entiende como una opción personal de pertenencia: somos comunidad. Lo que le ocurre a mis hermanos me ocurre a mí. Si me miro con exceso a mí mismo, me incapacito para mirar a Cristo. Y ya sabemos cómo nos enseñó Él, como Maestro, y lo recoge el capítulo 25 del evangelio de Mateo: “Lo que haces a uno de estos, mis humanos, a mí me lo haces”. Un individualista no es capaz de mirar a Cristo. Sobre el madero de la Cruz, colgado como señal de salvación, en la imagen del Cristo de La Laguna, ¿vemos un hombre individualista? ¿Vemos a un hombre materialista?

3.- Cerrar los ojos a la realidad y ahogarnos en relativismo. No todo da igual. No podemos domesticar nuestra conciencia cerrando los ojos a la realidad y convenciéndonos de que las cosas no pueden cambiar. Hay un martirio de la definición exacta. Sabe lo que ocurre y actuar en justicia. Conocer la verdad y descubrir la libertad que la habita. No contentarme con que la inercia y la autorregulación de la realidad nos ofrezcan el paradigma de lo que está bien o está mal. No podemos cerrar los ojos. Mirar solo las cosas..., malo; mirarnos solo a nosotros mismos, malo. No mirar, cerrar lo ojos, apagar la luz de la conciencia... peor. No da igual todo. Un discípulo con espíritu vive inquieto, vive preocupado, vive atento... Oye, escucha, entiende la realidad con la ayuda del esfuerzo. Pide a Dios luz para descubrir el camino y la fuerza para andar por él. No se contesta con la dinámica de los hechos consumados.

Debemos pedirle al Cristo de La Laguna que nos ayude a renovar en nosotros nuestra condición de discípulos con espíritu. De esos que D. Damián definía con la paradoja de contraste de descontentos e ilusionados. Un discípulo con espíritu es un hombre, una mujer, siempre descontento: siempre se puede ser mejor, siempre podemos hacer las cosas mejor, siempre podemos más... Pero nunca desilusionado, nunca apagada la esperanza, nunca desanimados. Hemos sido bautizados en la Trinidad divina que ha sembrado en nuestros corazones las virtudes teologales. Hombres y mujeres de fe, de amor y de esperanza. Siempre con esperanza. La esperanza nos ayuda a superar el individualismo estéril, el materialismo insolidario y, sobre todo, ese relativismo de pensamiento desconectado.

Cuando estaba para iniciar la vida pública, en el Jordán, Jesús recibió la fuerza de lo alto: el Espíritu de Dios le ungió con su fuerza y plenitud. La Iglesia, cuando estaba para iniciarse su misión en el mundo, el Espíritu de Dios descendió el día de Pentecostés, poniendo en pie aquella misión. Siempre que hay que iniciar una acción, el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad. Por eso, para ser discípulos con espíritu hemos de colocarnos bajo la acción del Espíritu de Dios.

Sin el Espíritu de Dios, no podemos tener espiritualidad. Cristianos de profunda espiritualidad son necesarios en el momento presente. No nos podemos contentar con tener cubiertas y solventadas las necesidades básicas y materiales: ¿Cuidamos nuestras necesidades espirituales? ¿Cuidamos la espiritualidad? ¿Buscamos ayuda, un confesor frecuente, una dirección espiritual? ¿Cómo podemos ser discípulos con espíritu sin atender a nuestra dimensión espiritual?

Sin el Espíritu de Dios, todo se agota en ideas. La era de los debates televisados. Un grupo de expertos y un programa garantizado. Ideas, palabras, propuestas... Vaciedad. Puras ideas sin espíritu que entretienen a la audiencia. ¿Vale la pena vivir sin espíritu? ¿Vale la pena desconectarnos de la realidad de esta forma? Sin el espíritu de Dios hasta los proyectos y mejores programas pastorales no serán más que eso: meros programas pastorales. Sin el Espíritu todo se agota en ideas.

Sin el espíritu de Dios, nuestras relaciones fraternas son frías, cuando mejor, tibias. Porque nos respetamos, pero no nos queremos. Nos soportamos y sobrellevamos, pero no nos queremos. Muros y valles entre nosotros... Montañas paralelas que se elevan sobre los barrancos de nuestras diferencias. Sin el Espíritu de Dios no nos podemos llamar hermanos.

Sin el Espíritu de Dios, nos cansamos; desilusionados y desanimados..., claudicamos. Es Dios, es mirar a Cristo, es el Espíritu de Dios el que hace nuevas todas las cosas cada mañana. Vivir animados y morir cansados de haber dedicado la vida a algo grande, a algo hermoso. Sin ese empuje interior del Espíritu, que es don y es tarea, nuestro ánimo escasea, nuestro esfuerzo se desgasta, nuestras fuerzas se agotan.

Sin el Espíritu de Dios, nuestras programaciones son estructuras. Y, ya lo sabemos, las estructuras, estructuras son. Nos estructuran y, a veces, nos aprisionan... Hermanos, todo está organizado, y sin embargo, falta gozo, ilusión, felicidad.

Sin el Espíritu de Dios no nos construimos, no nos perdonamos, no nos ayudamos. Es más, con frecuencia nos derribamos.

Sin el Espíritu de Dios, no podemos vivir en el amor. Este punto lo dejamos para mañana. Porque si algo nos gritan los labios inertes del Cristo de la Laguna es que nos quiere.

Podría ser, con exactitud meridiana, el lema de los años de nuestra vida: “Quiero ser un cristiano con espíritu”. Quiero ser un evangelizador con espíritu. Quiero, y necesito el auxilio del Cielo para ser un sacerdote, un laico, un consagrado, con espíritu. Una esclavitud con espíritu. Un seminario con espíritu. Un presbiterio con espíritu. Una diócesis con espíritu.

Estas son nuestras penas, Cristo de La Laguna. Estas son.

Ya lo sé, hijo mío, ya lo sé. Ya sé que el espíritu está firme, pero que la carne es cobarde; ya lo sé, hijo mío, ya lo sé.

Pero no te desanimes. Recuerda, hijo mío, que yo he vencido al mundo. El Espíritu del Padre ha sido derramado sobre la historia y, tras apariencias de derrota, al final triunfará mi amor.

No lo olvides: yo he dado mi vida por ti. No lo olvides. Yo soy tu salvación.

Gracias Jesús.

Comentarios

  1. Soy Miguel (de Sto Domingo). Gracias por compartir con todos sus palabras... Compartir, compartirse, dar, darse... por y para los démás (buscando el bien, desde Jesús). Eso es lo más importante y sin embargo eslo más que nos cuesta a todos. Todavía no nos hemos dado cuenta de que La Iglesia es Cristo, es decir, que debe ser ante todo Cáritas (Caridad en su más hondo y sentido significado).

    Reitero lo dicho gracias por compartir. ¡Y qué no es poco!

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  2. Compartir es lo más que nos cuesta a todos. Y sin embargo, es lo único que nos llevaremos con nosotros, lo único que perdurará...

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